No he tenido la suerte de estar ahí. De ver in situ un Boca-River. Está dentro de mis pendientes desde que en 2004 el inglés The Observer decretara que el clásico argentino era uno de los 50 espectáculos deportivos que cualquier mortal debería disfrutar antes de morir. Lo más cerca que he estado fue la vez que vi al River de Marcelo Salas, en el Monumental, ganando el título del Apertura en 1996, al derrotar a Vélez con dos goles del chileno; y la ocasión en que Boca eliminó en La Bombonera a Flamengo, por los cuartos de final de la Copa Libertadores del año 91. Bueno, no sé si eso es exactamente haber estado cerca de un Boca-River.

Con todo, no pierdo la ilusión, aunque entiendo que el momento para hacerlo era ahora, ahora que la final de la Copa Libertadores los enfrenta en un duelo que quizá no volvamos a ver en la vida: los dos más grandes equipos argentinos disputándose la copa de clubes más importante del continente.

La AFA -la Asociación de Fútbol Argentino- comenzó a promocionar esta gran final con un adjetivo muy sui generis: inexplicable. Según el video promocional, la final no es tan inexplicable por la situación que vive uno y otro equipo en el torneo local -mientras Boca marcha octavo, River se ubica en la décima posición- como por la constatación de que a los argentinos les pasan cosas inexplicables. Y para ello suman unos cuántos ejemplos a manera de evidencia: ¿Qué posibilidades hay de tener a los dos mejores jugadores de la historia del fútbol y los dos zurdos?, ¿de ver humo blanco y que el Papa sea argentino?, ¿qué posibilidades hay de tener cinco presidentes en una semana y sobrevivir a todo?, ¿de dar un abrazo sin brazos? -esta última pregunta en referencia a la mítica foto de Ricardo Alfieri, El abrazo del alma-, y así.

El relato del video apunta a no tratar de entender cómo se llegó a esto. En semifinales, todos apostaban por una final brasileña: Gremio-Palmeiras. Pero ahí están, Boca y River haciendo historia; un clásico de barrio convertido en una final continental. Dos formas de entender el mundo, frente a frente en una cancha de fútbol -por un lado, el lirismo, la elegancia, el talento (River); por el otro, el sacrificio, el sudor, los huevos (Boca)-. No hay que tratar de entender esta final, dice Chiqui Tapia, el presidente la AFA, al cierre del video. Y agrega: "Disfrutala".

Pero, ¿por qué todo el mundo quiere ver este enfrentamiento?, ¿por qué los diarios de los distintos continentes le entregan espacio a la cobertura de este duelo?, ¿en qué reside esa inexplicable necesidad por ser testigos del Boca-River? Sinceramente creo que en este clásico -sobreexpuesto por su carácter definitorio de la Copa Libertadores- pervive algo que hemos perdido. Y aquí me voy de tesis: en un mundo desechable, donde todo lleva el sello de la obsolescencia programada, donde el úsalo-bótalo es parte de las rutinas cotidianas, incuso en las relaciones personales, esa pasión tan intensa como inoxidable que destilan los hinchas de Boca y River, esa pasión que se renueva semana a semana -que no se va al tacho de la basura- encandila por ser un fenómeno en vías de extinción. Y por otro lado, en un mundo utilitario, donde toda acción busca una rentabilidad casi monetaria, no se entiende con claridad tanta entrega desmedida a cambio de nada… A cambio de nada que pueda transarse en la lógica del mercado.

Es eso lo que finalmente buscamos en este Boca-River. No nos interesa tanto saber quién va a ganar -dejo de lado, por cierto, a los hinchas de Boca y de River-, como volver a sentirnos dentro de una lógica distinta. El Boca-River es un respiro dentro de este mundo desechable y utilitario. Es una pequeña rebelión, ruidosa y bullanguera. Un darse cuenta en mitad del bosque que más allá de los árboles existen otras formas, otras maneras, una vida distinta.