Cadena de horrores
La precarización, como concepto, tiene que ver con el ambiente de trabajo. Con las malas condiciones laborales. Más oficina que cancha, cierto. Pero hoy se puede aplicar sin remilgo al actual momento del fútbol argentino. Porque el deterioro, el daño, el menoscabo, ha sido brutal en los últimos años. Más allá de algunos resultados engañosos que no reflejaron jamás niveles altos de juego (las tres finales perdidas entre 2014 y 2016 o incluso la posibilidad todavía abierta de pasar a segunda ronda en Rusia) lo que se ha vivido al otro lado de la cordillera es una caída libre. De capacidad y de valor.
Y ese drama, suficientemente anunciado, no nos es ajeno. El fútbol argentino, para Latinoamérica, fue y sigue siendo referencial. A nivel directivo, de jugadores y técnicos, de sistemas tácticos, de industria, de barras, de periodismo. Hace rato dejamos de creerles y de imitarlos (menos mal) pero se mantiene esa condición de mapa, al menos comparativo. Pues bien: hoy rogamos, como continente, que nos pase lo de ellos. El perjuicio, la decadencia, la destrucción, el descalabro. Corrijo: a nosotros ya nos pasó. En todo sentido. Después de haber dado con el mapa correcto y haber tenido muchos éxitos, ya no somos quién para darle lecciones a nadie en el continente. Dimos bote. La corrupción, la mediocridad, la indisciplina, el orgullo mal entendido, la arrogancia, nos hicieron pebre también. Pero nosotros, por historia, caímos desde más abajo. Ellos desde muy arriba.
Desde luego, los intereses mercantilistas mezclados con la frivolidad del análisis tienen mucho que ver con la debacle. Un periodismo que fue señero, que fue un ejemplo de calidad y rigor, hoy está carcomido por la mediocridad más absoluta. Preocupados de quién impacta más, de quién grita más fuerte, de quién se acerca más a la pasión descerebrada de los hinchas, son muy pocos los que ponen cerebro y paños fríos en la discusión.
La mayoría, de hecho, se ha ido por el camino populista, simplón. Que es culpa de Sampaoli, que es culpa de Messi. Y ya está. Obvio que tiene culpa Sampaoli. Por haber escuchado a tanta gente (lo que gracias a Dios nunca hizo en Chile) hasta enredar sus conceptos. Por dejar demasiado espacio a los jugadores, por transformarse en amigo y no en guía. Por no haber sido capaz de dar con una formación titular, que es lo peor que le puede pasar a un entrenador. El capítulo inicial de todo fracaso. Aparte, el casildense se demoró demasiado en imponer su dibujo táctico preferido, con línea de tres en el fondo. Tanto, que cuando lo hizo (justo en el Mundial) quedó claro que nadie tenía aprendida la mecanización a la que obliga ese sistema.
¿Messi? Terrible. Sin ánimo, abatido, hundido, apesadumbrado, derrotado antes de jugar, no fue solución en los primeros partidos lo que resulta indigno para su historia. ¿Aparecerá ante Nigeria? Capaz, pero todo indica que el daño nuevamente ya está hecho. Ok. Pero es evidente que el problema no pasaba sólo por ellos. No debiera ser un drama para ningún equipo normal tener en sus filas a Lionel Messi o a Jorge Sampaoli. Dejémonos de estupideces.
¿Entonces? Lo que se viene diciendo hace rato: la decadencia del fútbol argentino tiene que ver con una serie de razones que han configurado una tormenta perfecta. Dirigentes corruptos como Grondona y su corte reemplazados por una tropa de barras brava (eso es lo que son) surgidos de la base de la pirámide futbolera. Imposible generar mejorías en ese barro profundo y oscuro. Súmele a esto jugadores y técnicos -del tipo Maradona o Ruggieri- que fueron muy buenos en la cancha pero que hoy repiten como mantra todos tipo de sandeces y lugares comunes que sólo alimentan la mediocridad (ojo que eso ya lo hemos vivido por acá, ya lo conocemos).
Todo mezclado con un problema futbolístico evidente. Partiendo por la rotación de técnicos (¿se ha fijado que en Argentina en el fondo no se valora a los técnicos, que no les dan la importancia fundamental, ética y conceptual, que realmente tienen?). Incapaces, por distintas razones, de hacer jugar realmente bien al equipo: Maradona, Batista, Martino, Sabella, Bauzá, Sampaoli. Sazonado, claro está, por el deterioro evidente del torneo local, alguna vez de los mejores del mundo y hoy del montón, siendo generosos.
Para peor el recambio, igual que para nosotros, ha sido un problema sin solución. Sólo así se entiende que hayan jugado tanto tiempo los mismos (Messi, Di María, Mascherano, Agüero, Higuaín) o que hayan llegado a ser titulares jugadores que en otras épocas argentinas no habrían sido ni reservas (Acuña, Biglia, Rojo, Otamendi, Salvio, Tagliafico, Pérez, Meza, Mercado, Caballero).
Ninguno entre los mejores del mundo. Eso es lo que produce hoy Argentina. Porque no hay más. Ni adentro, ni afuera, ni abajo ni al lado. No es que se hayan equivocado en la elección de los nombres. No hay más. Por ende la pregunta es cómo llegaron a esto. Y la respuesta es simple y a la vez compleja: por muchas razones. Muchas. No sólo Messi. No sólo Sampaoli. El no entenderlo ya es una señal terrible. Terrible y poderosa.
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