Ni bien Nicolás Castillo le da el triunfo a la Selección frente a México, se lleva el índice derecho a la boca. No se sabe a quién acalla. Ni el futbolista del Benfica lo aclara. Dice que no estaba dirigido a México, el país que lo acogió en los Pumas de la UNAM. "En el gol tal vez se sintieron un poco afectados, pero no era para ellos. Siempre van a estar en mi corazón", declaró el jugador, pero sin atreverse a desvelar el destinatario. En México era Crackstillo, pero la celebración les molestó.
El gesto del ex delantero de la UC es un clásico en el fútbol chileno. Un mal común: osadía en la exteriorización, cobardía en la justificación. Ya le pasó a Vidal cuando sus quejas por su poco juego en el Barcelona y su misterioso e incómodo "con los Judas no se pelea, ellos se ahorcan solos" que escribió en sus redes. "No era solo por eso. La gente lo toma diferente... ¿Cómo uno va estar contento cuando no juega? Menos yo, que soy un jugador que siempre he luchado; no quiero que sepan que es por eso. Si tengo algún problema con el entrenador, lo hablo personalmente con él", aclaró luego sin aclarar nada y sin animarse a concretar el objetivo de su ataque.
Alexi Ponce, director de una empresa de sicología deportiva (Go Focus), expone su teoría: "El deportista se expone a muchas emociones. Contesta de una manera distinta, que la hace visible. Las emociones pueden ayudarle o no para el objetivo. Tapar bocas es un motivador peligroso. Lo saca del objetivo", dice.
Jorge Aravena, ex seleccionado dice que no entiende la reacción de Castillo. "Los goles se celebran con pasión con alegría. El futbolista debe preocuparse de lo que pasa adentro. Obviar factores ajenos. Yo nunca hice callar a nadie después de un gol", afirma el Mortero.
El futbolista chileno no pierde la costumbra de ajustar cuentas, o exteriorizar que lo hace, cuando le viene algún triunfo personal, por mínimo que sea. La prensa y la grada suelen ser los aludidos. Aunque los autores de los gestos desafiantes rara vez sean capaces de explicarlos luego. A Castillo volvió a pasarle. Su dedo silenciador ahora no iba para nadie.