El circo de una carnicería
La UFC desembarcó el sábado en Santiago con una velada sanguinaria para todos los públicos, pero no para todos los estómagos. Una oda brutal a los combates cuerpo a cuerpo.
¿Qué diferencia a la UFC del resto de disciplinas de combate? La respuesta la da un joven fanático chileno a las puertas del Movistar Arena: "¡Que esto es de verdad!". Pero basta con sentarse en primera fila por un corto lapso de tiempo para entender que más que verdadero y real, el espectáculo de la UFC es una oda hiperrealista a la sangre, una carnicería deportiva con factura de megaevento.
Son las 21.00 horas en Santiago y hace un buen rato que Zak Cummings tiene un profundo corte en una ceja. La sangre le resbala copiosamente por el pecho. Pero su pelea con Michel Prazeres está siendo -o eso se respira en el ambiente- una de las más anodinas del día. "Pégale, conchetumare", vocifera un fanático desde la tribuna. "Dale, gringo culiao", interpela otro.
Las pifias espolean a los luchadores, que regresan al octágono más incisivos, más violentos.
Intercambian un par de patadas ante el delirio de los hinchas, que jalean cada golpe, cada rodillazo en el torso, clamando vehementemente por más intensidad, inflados de ira y de miedo. Han venido en busca de sangre. Y no han tenido suficiente. "Fuera", gritan, cada vez que cesan las hostilidades, pifiando cada acción inocua hasta que Cummings termina mordiendo la lona. Y entonces estallan los vítores. Prazeres se da un baño de masas con el público que se agolpa en su camino hacia camarines.
"Queremos sangre", vocifera, segundos antes del primer combate de la cartelera estelar, un hombre de mediana edad que ha venido acompañado de su esposa. Viste polera, polerón, guantes y gorra de la UFC. El outfit completo. Es un feligrés confeso de la religión del MMA, un guerrero de la contracultura del Ultimate Fighting Championship. Su súplica encuentra respuesta en la jaula y Vicente Luque no tarda demasiado en noquear a su adversario, el estadounidense Chad Laprise, mandándolo a la lona y rematándolo con tres golpes de puño contra el suelo. La imagen estremece.
Durante la pelea entre la cowboy Andrea Lee y la indomable Verónica Macedo, el respetable se desespera. Las peleadoras se agarran, se baten en el suelo, buscando la sumisión, practicando la célebre guillotina, pero sus rostros permanecen casi inmaculados al término del segundo round, y eso, claro, exaspera a los presentes. "No escucho cómo suena", vocifera uno de los asistentes. Y el hombre que ha venido con su esposa, resopla de sopor.
El ansiado debut de Diego Rivas, el ídolo local, en la millonaria industria de la sangre, eleva las pulsaciones en la tribuna. Y los decibelios. Su rival, Cannetti, ingresa al octágono con una bandera argentina. Y las hostilidades crecen. "Saca esa bandera, conchetumare", le gritan. Y el peleador, consciente de que la UFC es mucho más un espectáculo que un deporte, mucho más un show que un juego, provoca con eso. "Argentino cagón, dos copas América, hoy van a perder otra vez", grita un miembro de la enardecida hinchada de casa, que recibe al Pitbull con cientos de caretas con su rostro (y el hashtag damos la pelea). Es un mercadoctécnico mecanismo de apoyo, sin duda, pero también una suerte de inmersión colectiva en un espectáculo sanguinario y perverso en el que no termina de quedar del todo claro quién es el peleador y quién el amante de las peleas.
"¡Pégale!", "¡mátalo!", "¡patea, Diego, Patea!", son algunas de las consignas vociferadas por los asistentes para aleonar al chileno, que termina por perder su combate (por fallo unánime) antes de retirarse cabizbajo, insatisfecho. Y es entonces cuando la fanática empatía, por llamarla de algún modo, se desborda, superando todas las barreras, y un conato de pelea se instala en la tribuna minutos antes de que Canetti abandone el octágono bajo una lluvia de vasos, proyectiles y objetos. Afuera, los más jóvenes se fotografían con el cinturón de campeones.
El aséptico nocaut de Reyes sobre Cannonier, en tiempo récord, marca el preludio de los combates estelares. "Feo el k.o", comentan entre risas dos jóvenes, en la primera fila, sobre el último desenlace, demasiado rápido y demasiado limpio, probablemente, para los estándares de la UFC.
Y mientras las azafatas desfilan por el perímetro de la jaula con poca ropa y una sonrisa inmensa (nada nuevo bajo el sol a orillas del ring), sorteando los silbidos piroperos, Maia y Usman ingresan al octágono para dirimir el último duelo. Es el único pactado a cinco asaltos y termina con un triunfo contundente de Usman (la pesadilla nigeriana), que deja completamente desfigurado el rostro de su oponente. Un sueño para el público asistente. Pero después de casi siete horas de rodillazos, patadas, sangre, torsos deformados y cejas abiertas, incluso las 11.082 personas presentes en el recinto, parecen estar aguardando una tregua. Y cuando Usman se dispone a dar su discurso ganador, apenas quedan en la tribuna una cuarta parte de los asistentes. No venían buscando un triunfador, a fin de cuentas, inmaculado y sonriente, sino el morbo de la derrota incontestable, la sangre resbalando por el rostro del perdedor, como en esa vida real que reproduce, dicen, la UFC. La de las luchas callejeras.
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