Impulsivo, intenso, algo gruñón. Cariñoso, apasionado, sin rencor. Todos esos conceptos definen al hombre protagonista de estas líneas. En aquellos tiempos tenía fama de motivador, de asertivo en su lectura del juego y con una buena dosis de fortuna. En razón de todos esos atributos, le llegó el premio mayor, ése que cualquier técnico deseaba. Después de una tortuosa etapa con el vasco Xavier Azkargorta, la selección chilena requería de la viveza y el manejo de un calvo con mirada triste, de ese Pelado con ojos llenos de emoción.
El primer capítulo de aquella historia se escribía en una fría noche de junio, en ese ya lejano invierno de 1996. Los nervios y la ansiedad eran muchos, Chile debía enmendar el rumbo y no podía permitirse enredar puntos con un competitivo Ecuador. El Nacional estaba lleno. Aún no se había impuesto la moda de las camisetas en los hinchas. La bandera era el implemento, y el arma al mismo tiempo, para ayudar a los nuestros. Viví como reportero de cancha esa nerviosa caminata desde el camarín número uno hacia el campo de juego. El silencio de las entrañas del estadio sólo era interrumpido por los ruidos de los estoperoles contra el cemento. Al lado de los 11 elegidos, un hombre con abrigo largo y rostro desafiante, acompañaba la escena que nunca he borrado de mi memoria y mi corazón.
La salida fue impresionante; la recepción, una genuina muestra de amor. En medio de todo, el nuevo técnico daba rienda suelta a su pasión. Gestos tensos, instrucciones y gritos. Así lo vivió. El partido fue en extremo difícil y cuando parecía que nada faltaba, la lluvia comenzó a caer con una intensidad inusual. Chile se puso en ventaja, pero Aguinaga empató y el agua pareció un verdadero combo. Faltaban sólo 15 minutos. La ilusión se diluía en medio de esos goterones hasta que Salas conectó un cabezazo milagroso que hizo estallar las tribunas y puso el grito de gol en cada garganta de los chilenos.
También en él, que celebró eufórico, mirando con complicidad y fundiéndose en un abrazo mágico con la gente en esa jornada de los paraguas felices. Han pasado 21 años y muchas cosas han cambiado, incluso en él. Hoy no estará en la banca, tampoco en las tribunas, pero seguirá empujando a La Roja que tanto quiso desde la distancia y el silencio que ha elegido. Buscando que esta noche sea como la suya. Aquella que lo metió en la historia para siempre e hizo que a él, Nelson Acosta, nunca nadie lo vaya a olvidar.