El clásico entre Universidad de Chile y Universidad Católica duró cerca de treinta minutos. Fue el tiempo que esperaron los barristas azules para arruinar uno de los enfrentamientos más tradicionales del fútbol chileno y transformarlo en materia de comentarios incluso a nivel internacional y de reacción del Presidente Gabriel Boric. Poco les importó el entorno, la seguridad del resto de los espectadores e, incluso, los esfuerzos que tuvo que realizar la dirigencia para conseguir una ciudad dispuesta a recibir el espectáculo, precisamente porque el comportamiento de algunos fanáticos ha transformado al fútbol en un evento indeseable en la mayoría de las localidades del país. Concepción, que estuvo dispuesta a acogerlo, terminó siendo el escenario de graves incidentes.
En ambos clubes, en la ANFP y en las autoridades gubernamentales quedó instalada la convicción de que se trató de una acción concertada. Lo grafica la coordinación que pudo observarse en el momento más álgido de los problemas, cuando estallaron los fuegos artificiales y bombas de estruendo que arruinaron el compromiso entre las escuadras estudiantiles. Otra evidencia: los bombazos se produjeron en una zona distinta a la que ocupan habitualmente los barristas, pero estratégicamente elegida para que tuviera la triste notoriedad que buscaban, sin importarles poner en riesgo a otros espectadores, a jugadores y cuerpos técnicos y a los trabajadores periodísticos que cumplían sus respectivas labores justo cuando estallaron los petardos. De hecho, la agresión contra las bancas despertó absoluta extrañeza, por lo inédita que resultaba.
Señales
“Teníamos todo preparado para armar la fiesta en Collao, pero las autoridades locales nos prohibieron el ingreso de todos los elementos de animación. Trabajamos por tres meses para realizar esto con rifas, campeonatos, campañas de recolección y aportes y Azul Azul ni siquiera hizo la gestión formal para poder ingresar la fiesta y el aguante de siempre a las galerías. Nos citan temprano, pero solo para perder nuestro tiempo y mostrar su inoperancia”, consigna el inicio de un comunicado que Los de Abajo emitieron a través de su cuenta en Instagram poco antes del encuentro. La nota ya dejaba en evidencia el descontento del grupo organizado de hinchas característico de la U.
“No les interesan los hinchas, nunca les ha interesado el Club, juegan con el sentimiento de todo un pueblo, su intención nunca a sido (sic) traer a la familia al estadio, su represión, sus malos tratos y sus decisiones totalmente arbitrarias, no solo no tenemos estadio si no que los dirigentes del club nos hacen sentir visita en todos lados”, apuntan, en la misma declaración.
El último punto es, derechamente, una advertencia. “¡Los De Abajo contra todos, nicagando nos van a callar! (sic)”, plantean los fanáticos, como clara señal de que no retrocederían en sus propósitos.
“Esto le hace daño al fútbol chileno. Es gravísimo. Es mucho más grave que lo que pasó en Valparaíso el año pasado. No es casualidad, yo creo estaba organizado, concertado por delincuentes que son cobardes y lo hacen a rostro cubierto”, declaró Michael Clark, el presidente de Azul Azul. ““Esto se veía venir. Todos teníamos la sensación de que podía pasar. Ahora o en dos semanas más. A cada cosa le llega su hora. Todo cae por su peso. Nosotros nos juntamos con el General Yáñez y Estadio Seguro, porque intuíamos que podía suceder. Estamos viviendo un nivel de violencia que no va a parar sin medidas drásticas”, insistió el dirigente.
La decisión
El comunicado no fue el único indicio de que en Collao algo podría ocurrir. Incluso antes de que estallara el arsenal de pirotecnia que determinó la suspensión del encuentro, ya había existido una alerta: fuegos de artificio explotaron cerca del arquero azul Cristóbal Campos, lo que desde ya tornaba la situación como difícil de entender pues, en efecto, los barristas estaban poniendo en riesgo a un jugador de su propia escuadra.
En esa ocasión, el árbitro del encuentro, Francisco Gilabert, quien volvía a dirigir uno de los principales encuentros que ofrece la cartelera nacional, no ordenó la suspensión del encuentro, ni tampoco lo detuvo parcialmente. Más diligente resultó la acción del locutor del recinto deportivo, quien formuló un llamado a los hinchas a que detuvieran el lanzamiento de objetos y la detonación de fuegos artificiales, bajo el riesgo de que el juez adoptara la determinación que tomó más tarde, cuando la situación se hizo insostenible. Está claro que el efecto de las palabras que se oyeron a través de los altoparlantes del Ester Roa Rebolledo rozó lo anecdótico.
El otro brote, el definitivo, no tardó en producirse. Esta vez, ya no había espacio para más tolerancia. Una seguidilla de explosiones y de fuegos que llegaron hasta la pista de recortán del recinto penquista obligaron a la suspensión. Uno de ellos explotó cerca del cuarto árbitro, Diego Flores. Esa situación motivó que el equipo referil partiera a los vestuarios lo que, en efecto, decretó la suspensión del juego. También resultaron lastimados un carabinero, un periodista y un camarógrafo de TNT Sports. Ya no había vuelta que darle. El bochorno, una vez más, estaba en pleno apogeo.