Me pregunto en qué momento se produjo el giro. Ése donde el entrenador pasó de ser ese ponderado y respetado señor que se sentaba a un costado del campo al inclasificable showman que grita los 90 minutos, celebra los goles como el más desaforado hincha, patea el refrigerador o va a pelearse con los árbitros en el camarín. Cuál fue el punto de inflexión que empujó al técnico desde su posición de profesor, de guía, al de barrabrava número uno, el más pasional, el más encendido, el que más sufre por el triunfo o la derrota.

El fútbol dejó hace mucho tiempo de ser un deporte, o meramente un deporte, y con el tiempo el show se comió a lo demás. El peligro es que termine siendo apenas un show. El entrenador, históricamente, cedía su protagonismo a los jugadores. Él, cuando comenzaba el juego, quedaba fuera de la atención. Salvo en casos muy puntuales. Si se observan las viejas transmisiones de televisión, nunca se enfocaban las bancas. En el Mundial de 1974 recién se pueden apreciar un par de imágenes de los entrenadores, siempre tiros muy cortos, de no más de tres o cuatro segundos.

Tiempos antiguos. Hoy el entrenador es más importante que los jugadores y las cámaras los siguen los 90 minutos, hasta registran si se sacan los mocos o se rascan el rabo. Se habla de sus convicciones, sistemas, mecánicas, filosofías de juego, hasta de bases morales en la aplicación de una u otra táctica. Lo que hacen en sus días laborales es tan importante, que nadie puede verlo. Cada práctica se asemeja a un depósito de oro, custodiada por hombres armados si es necesario. No le vayan a robar, no dinero, sino una idea, una jugada, un concepto.

Además, como los jugadores están cada vez más mudos, son los únicos que hablan antes y después de los partidos. Al final, la construcción del relato la tienen ellos. Son, a esta altura, la única voz que se registra. Ya rebasaron con largueza la metáfora del "director de orquesta" que utilizaba César Luis Menotti para diferenciar a los buenos y malos entrenadores. Hoy, en muchos casos, son la orquesta.

Pero el asunto va más allá de esto. El protagonismo adquirido en el último tiempo exige otras habilidades. No alcanza con elaborar el relato y concentrar toda la atención, hay que desarrollar un espectáculo paralelo a lo que ocurre en la cancha. Se necesitan una serie de muecas, saltos, gritos, alaridos y maromas. Cuando se hace un gol la celebración opaca a los propios jugadores. Cuando un jugador falla, lanzan la botella de agua al suelo como el más taimado de los niños. Cuando viene la derrota, hay espacio para el reclamo airado, el pequeño circo desgarrado. Que la gente vea que su entrenador siente las caídas más que el más fanático de los hinchas. Que su dolor o alegría no se puede comparar con el hombre de la grada. Si hace falta abrazar a los hijos frente a las cámaras, se hará sin escrúpulos.

Dame un entrenador con un discurso grandilocuente y la promesa de un gran equipo. Con eso basta para convencer a moros y cristianos. Súmale un par de actos histriónicos, siempre con la cámara encendida, y está el paquete completo. Irrelevante es cómo juegue el equipo y el nivel objetivo de los jugadores. Eso queda para los amargos, los que no tienen pasión, los que no sienten…