Lionel Messi sufrió. Quizás más de la cuenta. La Pulga salía a enfrentar a Nigeria con la obligación de cargar con el peso de la ilusión de 40 millones de argentinos, que se encomendaban a él para seguir avanzando en la Copa del Mundo. No fue fácil. Pero terminó celebrando y liderando a su equipo (junto a un extraordinario Ever Banega) hacia los octavos de final de la cita planetaria.
El del Barcelona inició el juego a ritmo trepidante. Cargado sobre el sector derecho, se vio más activo que en las primeras dos jornadas de competencia. Mostrándose, moviéndose, buscando encontrar la pelota y los espacios. Las primeras acciones del lance parecían tenerlo siempre como destinatario. La duplicación de la marca, sin embargo, impidió que generara mayor desequilibrio en el tramo inicial, pero cada vez que tocaba la pelota, la sensación era que podía desnivelar el trámite.
Sin espacios en la banda, se metió a ratos por el centro, en momentos como media punta y en otros como enlace. Con libertad posicional, simplemente desdibujó al bloque defensivo africano, que nunca encontró la manera más eficaz para detenerlo.
A los 15', materializó su influencia. Había intentado un par de veces un desmarque a la espalda de la defensa, pero no fue hasta el cuarto de hora que encontró el camino. Un buen pase bombeado de Banega encontró el muslo izquierdo del 10, que apuró con el pie zurdo antes de que el balón tocara el suelo y luego remató cruzado de derecha. Golazo.
Después de celebrar el tanto, rodillas al pasto y brazos al cielo, su preocupación fue entregar instrucciones al propio Banega, así como también a Mascherano y Enzo Pérez. Messi mandaba y también jugaba. Ejerciendo al fin el rol que se le pide. Tuvo el segundo, de hecho, pero estrelló en el palo un buen remate desde un tiro libre cruzado.
Luego, sin embargo, su partido entró en un bache. Siguió activo y movedizo, buscando asociaciones, pidiendo la pelota, pero a medida que avanzaba el reloj, fue perdiendo protagonismo. El ataque argentino comenzó a hacerse predecible y el circuito ofensivo era incapaz de hacerle llegar el balón. Siempre bien contenido, nunca más pudo intentar un desborde o una escapada ofensiva rompiendo por el centro.
El segundo tiempo golpeó al cuadro transandino de entrada, con el empate parcial nigeriano. El tanto cayó como un mazazo, que casi tumbó a los de Jorge Sampaoli. Incluido Messi, que parecía confundido e incómodo en el inicio de la segunda parte.
Tras el empate, en tanto, retrocedió más. Siguió con su rol de motivador dentro de la cancha. Pidiendo y gesticulando para que sus compañeros salieran del fondo.
Bajó su nivel en la segunda mitad, como todo el equipo. Y sus aventuras ofensivas, siempre peligrosas, dieron paso al nerviosismo, la ansiedad y los errores.
Faltaban pocos minutos y, a esas alturas, su posición ya era un misterio. Los últimos instantes del encuentro los pasó más cerca de Mascherano y Banega, en la zona media, hasta donde se arrimó para llevar el balón hacia adelante.
El gol de Rojo sobre la hora le trajo a Messi el relajo al fin. Lo gritó con todo, colgado de los hombros del defensor. Apenas unos segundos de alegría, eso sí, pues sus compañeros aún no terminaban el festejo cuando él, ansioso, se acercó a la banca para saber cómo estaban las cosas en el Islandia-Croacia.
Al final, le quedó tiempo para un par de carreras más por la banda. Pero a esas alturas ya no importaba nada. Solo hacía falta que el árbitro pitara el final del encuentro. Cuando eso ocurrió, todos los abrazos fueron para él. Casi como que todos hubiesen jugado para que él no se perdiera la fiesta.
Messi y los suyos siguen en carrera. Sudando, metiendo y llevando el esfuerzo al límite ante un equipo nigeriano que no se regaló. El abrazo profundo que le dio a Mascherano en la celebración es el fiel reflejo del sentir de todo un país. Argentina tiene una nueva oportunidad y ya está entre los 16 mejores equipos del planeta. El mejor del mundo apareció en Rusia. Y encontró desahogo en el momento justo.