Un día raro en Buenos Aires

HINCHAS RIVER OBELISCO

Los goles en el Bernabéu despertaron del letargo a una ciudad que vivió la final con una sensación de tristeza silenciosa.



La sensación del neutral resulta distinta. No es lo mismo. El partido era aquí, en Buenos Aires, en el Monumental. Allá lejos, a más de diez mil kilómetros, en Europa, es igual a un absurdo. Podrá tener el glamour del Bernabéu y de las celebridades en las tribunas. Podrá contar con ese color de los dos equipos que la violencia se robó hace ya casi un lustro en el fútbol argentino. Pero le falta sal. Temperatura de Superclásico real. Lo hizo la Conmebol, avalada por la FIFA: le robó esta fiesta colosal al Monumental y al fútbol argentino, con la AFA mirando el despojo como si nada sucediera, como si importaran más ciertas conveniencias personales para callar y mantenerse en la esfera del poder sudamericano y algo más.

No pasa nada con el uno a uno. Es muy flojo el juego. Se van a los penales. Parece. De repente, el colombiano Quintero saca el zurdazo de colección y desata la locura en los diez minutos finales del alargue. Eso sí es el Superclásico. ¡Qué envidia! Acá, donde deberíamos verlo en vivo y en directo, lo gozamos por televisión hasta los neutrales.

Buenos Aires resultó rara sin el River-Boca en el Monumental. Una hora antes del partido, en la clásica avenida 9 de Julio, rodeando al Obelisco, se observaban más policías que turistas y vecinos. Empezaba a montarse el operativo de seguridad para evitar incidentes en los festejos del campeón. Eran un símbolo las vallas protegiendo la casa de comidas rápidas de la clásica "M" amarilla, un local que varias veces fue destrozado en acontecimientos similares de celebración popular.

Los canales de televisión mandaron móviles a distintos lugares de la ciudad, en especial a La Boca, el barrio xeneize, y a Núñez, el rincón central de River. En los bares se juntaron muchos hinchas, pero casi sin mezclar camisetas: los de Boca por un lado y los de River por el otro.

Hubo asados en los barrios privados del Gran Buenos Aires. Hubo reuniones en los departamentos de las torres de la ciudad. Hubo gritos de un balcón a otro. Fueron impactantes los alaridos tras el jugadón que armó Benedetto, luego del gran pase de Nandez, para romper el cero a cero. A velocidad de F1, los hinchas de Boca corrieron hacia los balcones para gritarles al mundo y a sus vecinos esa furia azul y oro. Pero después recibieron la lógica devolución: los de River estallaron con el empate de Pratto, la compra más cara en la historia de River que convirtió en la Bombonera y en el Bernabéu, que pagó su pase y más. Y perdieron la voz con los goles de Quintero y de Martínez.

Locos y más locos por River salieron apenas se coronó el 3-1 corriendo hacia el Obelisco. La lluvia no molestaba. Hacía todavía más linda la nochecita. Lo mismo sucedió en los lugares más tradicionales de cada una de las ciudades y de los pueblos del país.

Es lógico. Es un Superclásico que cambió la historia. Que refuerza la paternidad de River sobre Boca como nunca. Que transforma en leyenda absoluta a Gallardo. Que convierte en ídolos totales a Pratto, con pasado de inferiores xeneizes, y a Pity Martínez, especialista en hacerle goles al máximo rival futbolero. Ellos tuvieron un festejo glamoroso en el Bernabéu, pero también se perdieron la coronación en el Monumental. Hubiera sido todo aún más fuerte. Una pena. Todos perdimos. Que sirva de lección.

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