Cuando sonó el pitazo final de la árbitra húngara Katalin Kulcsar, el césped del Arslan Zeki Demirci dejó de ser turco. Era como si la mezquita de fondo o los llamados al rezo musulmán dejaran de existir. Ese suelo era chileno y la Roja femenina lo hacía sentir. Todas y todos eran parte de la fiesta. Las 11 que estaban en cancha, las que aún calentaban a un costado del campo, siempre con un ojo viendo qué pasaba en el juego, toda la delegación chilena, hasta los organizadores parecían querer unirse al festejo por sacar pasajes a los Juegos Olímpicos de Tokio.
Por un lado estaba esa parte de la celebración que se traducía en cantos de barrio, mezclado con el clásico olé-olé. El pasto transformado en un tablón y mostraba a Chile ese lienzo que se anhelaba leer: “Nos vemos en Tokio” . Pero también estaba esa alegría introspectiva. Esa que jugadoras como Karen Araya, Daniela Pardo o Camila Sáez no escondían entre sus lágrimas por algo nunca antes visto. Ese momento de tregua que deja el fútbol para prescindir de las mascarillas, lágrimas que se acumulaban de tantos años de lucha.
Algunas jugadoras sostenían su cara con sus manos y miraban al piso, seguramente pensando en esos días en que la selección absoluta femenina era vista de la misma forma que los juveniles (si es que) o cuando Chile dejó de estar en el ránking FIFA porque quien tomaba las decisiones decidió que el fútbol femenino no valía la pena. “Cuando eres una niña y dices que quieres jugar fútbol, la primera reacción de la mayoría es reírse de ti...”, se desahogaba Yanara Aedo después en sus redes sociales. Hoy, esas niñas que recibieron burlas, le dieron la alegría a un país golpeado a más de 13 mil kilómetros de distancia.
José Letelier, por su parte, tampoco escondía su emoción. El Pulpo, siempre tan resiliente y compuesto ante el micrófono, en la entrevista post partido relucía sus ojos vidriosos: “Lo que estas jugadoras han hecho en el fútbol femenino es imborrable para Chile”. Es que lo que sucedía ese martes 13 de abril era poner el punto seguido a todo lo que habían estado viviendo esos días en Side, Antalya. Una ciudad en la costa del Mediterráneo con más de 250 hoteles, normalmente frecuentado por turistas rusos. Una especie de Punta Cana.
Un hotel al lado del otro, en su gran mayoría en formato all inclusive, en frente de una larga playa que invitaba a más de alguna caminata, o incluso a tomar sol durante las mañanas siempre y cuando no se asomara el impetuoso viento que tanto molestó en el primer partido. Pero la Selección no disfrutó de esas bondades estilo resort. Las 22 convocadas y toda la delegación bien sabían que estaban ahí con un objetivo, por lo que el ir a pasear por la ciudad o la playa no era opción.
Los pocos turistas que había, se paseaban tranquilamente sin mascarilla y no existía una sensación de temor por ello. Pero a Chile eso le daba lo mismo. Chile era unión y concentración. Cumplir a cabalidad su agenda diaria: desayuno (9.15), clínica (10.30 a 12.30), almuerzo (12.30 a 13.30), descanso (13.30 a 15.30), merienda (15.30 a 16.30) y luego entrenamiento de una hora y media, hasta las 19 horas. Este, por ejemplo, fue el itinerario del viernes, previo al primer partido contra Camerún, donde las rojas vencieron 2-1.
Los momentos libres eran para compartir en las zonas comunes del Hotel Side TUI Blue, aprovechar sus terrazas a orilla de la piscina y jugar UNO, juego de naipe predilecto de las jugadoras. La poca ocupación de un hotel para más de 400 pasajeros – aproximadamente 60 personas y la mitad era de Chile –, la bondad de la gerenta del mismo, una alemana de nombre Beate y la presencia de un bulldog inglés llamado Homero, hicieron de la estadía de la Selección una zona amigable y acogedora, sobre todo pensando en esta burbuja que debía mantener por las medidas sanitarias.
Lo mejor de todo fueron los recibimientos post partido: a la llegada del bus, los encargados del hotel estaban en el hall central con bengalas rojas. El reflejo de los destellos en los ojos de las jugadoras les hacía, quizás, sentirse un poco más cerca de sus casas. Como si lo estuvieran viviendo en tierras chilenas.
Luego de un breve recibimiento en la recepción del hotel, donde se unían con el cuerpo técnico y médico, toda la delegación a sus habitaciones para cambiarse y bajar para disfrutar la merecida cena de celebración, donde no faltaron las papas fritas y la cumbia de fondo. Una celebración ajustada a tiempos extraños, donde las muetras de afecto deben ser a distancia. Distancia en el comedor pero cercanía total con todo un país que pudo tener un momento de tregua en el peor momento de la pandemia, uniéndose a lo que ellas mismas llaman un sueño cumplido.
“Nos vemos en Tokio”, dice el lienzo, que ya está embalado para la fiesta más importante de todos los deportes.