Leo la nota sobre Marta Vieira da Silva -publicada ayer en La Tercera- y un aire fresco me oxigena por dentro. Me ocurre siempre que conozco historias en las que hombres y mujeres luchan a como de lugar y contra lo que se les ponga por delante con tal de alcanzar sus sueños. Quien hubiera conocido a la pequeña Marta soñando con convertirse en futbolista en las barriadas pobres de Dois Riachos probablemente se habría compadecido de ella. En ese pueblo de diez mil habitantes no había espacio alguno para que una muchachita pudiese desarrollarse como futbolista. Es más, era mal visto que las mujeres practicaran el fútbol, al punto que la propia familia de Marta se lo había prohibido. Y sin embargo, con 32 años cumplidos, hoy Marta es una de las mejores futbolistas del mundo, distinguida cinco veces como FIFA World Player, estrella de la liga sueca donde milita y, sin duda, la máxima estrella que nos visitó con motivo de la Copa América.
Cuando uno la ve correr con la pelota pegada a sus pies, derrochando gracia y talento, no imagina todo lo que le costó llegar hasta donde está. Si ya los deportistas en general deben dibujar un itinerario lleno de privaciones para poder rendir al máximo nivel, en el caso de Marta la apuesta se redoblaba porque en su hogar muchas veces no tenían qué comer. A eso se sumaban las burlas y las humillaciones que debió sufrir por practicar un deporte que estaba reservado sólo para los hombres.
No sé qué pensarán ustedes, pero visto desde estos días parece absurdo que hasta hace sólo unos años las mujeres que corrían detrás de una pelota fueran miradas con recelo o, derechamente, se les prohibiera hacerlo. Sin embargo, en el contexto de aquellos días, sobre todo en sociedades muy conservadoras, aquello podía ser visto casi como un atentado al orden establecido: mire que una mujer iba a estar haciendo cosas de hombres, si su rol histórico era estar en la casa.
Por fortuna, esa forma de la estupidez humana conocida como machismo es cada vez más una condición en vías de extinción. Qué mejor prueba de esto que el hecho de que Marta conquistara el sueño que había elegido de niña.
Su ejemplo me hizo recordar una charla TED que diera la ex candidata a la presidencia de Colombia -devenida en escritora- Ingrid Betancourt, quien estuvo seis años secuestrada por las FARC, padeciendo la malaria, el hambre y la crueldad humana.
En esa charla, Betancourt cuenta la historia de John Frank Pinchao, un suboficial de la policía que llevaba ocho años secuestrado por la guerrilla y que un buen día decidió que iba a hacer todo lo que tuviera a su alcance por huir. Ayudado por Betancourt, que tenía un máster en intentos de fuga, Pincho, como le decían, aprovechó una noche de lluvia para consumar su plan. Antes de hacerlo le preguntó a Ingrid qué debía hacer si estando en medio de la selva no encontraba la salida. "Coges el teléfono y llamas al de arriba", le dijo. Pincho le respondió que él no creía en Dios, a lo que la ex candidata presidencial le respondió: "Eso a Dios no le importa. Te va a ayudar igual".
La mañana en que Pincho huyó del campamento, los jefes de las FARC no dejaron una piedra sin levantar en el intento por capturarlo. Cuando el día expiraba les informaron a sus rehenes, Ingrid incluida, que Pincho había muerto, que habían encontrado su cuerpo comido por una anaconda.
La tristeza y el dolor fueron largos, pero no eternos. Diecisiete días después, las radios de la capital informaban que Pincho estaba vivo, que había huido de las garras de las FARC. En su primer mensaje, Pincho le habló a Ingrid y le dijo que había hablado con el de arriba y que éste le había enviado una patrulla policial para rescatarlo de la selva.
A manera de corolario, en la charla Ingrid habla de la importancia de la fe. Y aunque vincula esta a Dios, nos regala una definición que puede ser tomada de igual manera por creyentes, agnósticos y ateos. La fe, dice Ingrid, es el ejercicio de la voluntad. Yo me pregunto: ¿Cuántas mujeres en estos días siguen impedidas de hacer uso de ese ejercicio?, ¿cuántas han debido hacerlo a contramano?, ¿cuántas han renunciado a él o han muerto en el intento por ejercerlo?
La historia de Marta es un ejemplo de lo que puedes lograr haciendo del ejercicio de la voluntad un derecho irrenunciable.