Más del beso que del gol, pero se habla. Y se hablará. La conquista española del Mundial femenino de fútbol se queda para siempre. Han pasado dos semanas desde que se levantó el trofeo y ese día sigue copando las portadas y el runrún de todo el país (y el planeta) y acapara también la atención de su actividad jurídica. Hay voces que se quejan de que el escándalo ha tapado la actuación deportiva, y sí, claro, pero qué va, en realidad la ha impulsado. Hace rato que ese partido estaría guardado en el cajón de la indiferencia y las protagonistas perdidas en el olvido como tantas otras ganadoras anteriores. Nunca un partido de mujeres había alcanzado semejante altavoz. No lo pretendía Luis Rubiales, el presidente impresentable, pero por su afán de salir en la foto y poner sus testículos sobre el podio ha elevado la dimensión de la gesta de esas chicas. No han ganado sólo una Copa del Mundo. Han puesto patas arribas un modelo de fútbol, una forma de verlo y de gestionarlo, han arrasado con lo que había. Y pasan a la posteridad como héroes, aunque no de la pelota. O no sobre todo. El suyo es un triunfo social con tintes de revolución.
Es decir, las víctimas han ganado. Finalmente salen beneficiadas. Y lo saben. Es su momento, el de todo el fútbol femenino. Por eso al calor del revuelo aprovechan para recuperar viejas reivindicaciones desatendidas, se declaran en huelga antes de iniciar la liga y se apartan en masa de la selección hasta que no se corten cabezas y se vayan de ahí los que hasta el 20 de julio las mandaban. El beso de Rubiales a Jenni fueron los 30 pesos del metro en el octubre chileno de 2019. El origen de un estallido que se está llevando por delante todo lo que se encuentra en el camino. Y ninguno de sus actores lo vio venir.
Desde luego no Rubiales, cuyo delirante suicidio será estudiado en los manuales. Su día de aparente mayor gloria, la corona mundial tras gestionar contracorriente durante meses un motín de jugadoras contra el entrenador (al que respaldó contra la inercia general) y esquivar balas desde innumerables frentes, el éxito que le permitía sentarse a vivir de sus rentas, transformado por su afán exhibicionista en el propio funeral. Al presidente con más escándalos a sus espaldas en la gestión de una federación (de los que salió indemne con la complicidad del mismo Gobierno que ahora pretende enterrarlo incluso por encima de la ley) lo tumba una simple celebración (eso sí, desafortunada, patosa y fuera de lugar). Un beso forzado. Al Capone en la cárcel por evasión de impuestos.
Aunque más que el desagradable exceso de confianza con una subordinada, lo que convirtió el pecado en irreversible fue la gestión del mismo. La chulería con la que justificó su gesto, los insultos inmediatos a sus primeros críticos, la invención de una versión favorable de la futbolista afectada, las presiones constantes sobre la misma y sus familiares para que relativizaran el suceso, las disculpas tardías e impostadas, su enroque desafiante en el cargo durante la asamblea, retorcer los papeles y señalar a la parte contraria como consentidora y hasta responsable de la secuencia… Una sensación de que ejercía de dueño y no de jefe, propietario de algo y no su representante. Su vivo retrato. Y el de una época.
Es verdad que el juicio, además de en un conmovedor ejercicio de solidaridad universal, con exageradas postales de apoyo a la víctima en los lugares más variopintos, ha derivado en linchamiento. Que a la repulsa general por un comportamiento tan asqueroso como injustificable (y no sólo el beso, también su mano en los genitales en el palco de honor, cargarse al hombro de forma indecorosa a Athenea, otra de las jugadoras…), y que abandera el feminismo (“falso feminismo”, lo llamó el acusado para inmolarse), se han subido viejos y enconados enemigos (que el sujeto se los ha ganado y a racimos) con ambición de ajustar cuentas por motivos que nada tienen que ver con la final de Sidney; una oleada de políticos oportunistas que se han apropiado del juego con perversas intenciones que no se acercan a la justicia social y, por supuesto, el incontrolable e influyente acoso de anónimos y demagogos: las redes sociales y sus modos ‘metoonistas’.
Ya no se acepta en el ambiente otra cosa que no sea atizar al reo. No vale discutir la gravedad del suceso original ni discrepar sobre el castigo que merece. El popular cineasta Santiago Segura, que acostumbra a gozar del favor del público por sus ocurrencias valorativas sobre cualquier tema, tuvo que borrar bajo amenaza tuits (o como se llamen ahora) no favorables a la posición dominante. Y ni siquiera se permite la callada por respuesta. El tenista Rafa Nadal, el ídolo de todos los españoles, el yerno modelo, se ha llevado la primera paliza abstracta de su vida por no pronunciarse contra el dirigente. Se fiscalizan tanto los comentarios como los silencios. También el tono de voz y los titulares de prensa (el diario deportivo AS sufrió una funa sin precedentes por titular ‘Jennifer deja caer a Rubiales’ el día que la futbolista, a través de un comunicado de su sindicato, remarcó que el beso había sido sin su consentimiento, una agresión). La lupa en todo. Otra forma cualquiera de dictadura.
Un ambiente enrarecido, quema imaginaria de contenedores, que además se propaga y dispersa sin un criterio concreto. El hashtag #seacabó que ha inspirado la grosería desubicada de Rubiales, puesto de manera forzada a la altura de un Weinstein de habla hispana, ha despertado la memoria y la valentía de mujeres que desvelan ahora episodios desconocidos de abusos de poder y vejaciones sufridos en el ámbito laboral, da igual el sector. Algún periodista que ejercía de adalid contra el machismo, desmontado de repente, ya ha sido despedido de su diario.
Y no falta el surrealismo en unos hechos reales que parecen de ficción, una producción de Netflix, con la madre del señalado atrincherada en huelga de hambre en la iglesia de su pueblo hasta que no se ponga fin a “la cacería inhumana” contra su hijo. Una reacción exagerada pero a la vez comprensible por la consanguinidad. La familia es la familia, aunque el principal denunciante del timonel federativo (y viene de lejos, con ataques de frente y por la espalda) es su propio tío, por otra parte antiguo compinche de fechorías tanto en la etapa de líder sindical del susodicho como en la de jefe patronal. Los contrastes de un Rubiales que se las ha apañado para estar en misa y repicando.
Como también estuvo muy próximo a un gobierno socialista que lo amparó en sonadas denuncias anteriores aparentemente más gruesas (no las trasladaba a tiempo al Tribunal, ante la perplejidad del personal), y que ahora se ha puesto al frente de la manifestación contra unos actos deplorables que de momento la justicia no ve para tanto y cuyas primeras decisiones han abierto un combate paralelo entre el poder ejecutivo y el judicial. El tsunami crece de forma imparable. Por ahora es la FIFA, que va a lo suyo con sus propios principios y reglamentos, el que lo mantiene suspendido por tres meses mientras estudia el caso. Pero da igual, como personaje público Luis Rubiales está sentenciado. Se ha quedado solo. Hasta sus aliados y empleados federativos le han dado la espalda tan solo unas horas después de vitorearlo (el seleccionador masculino Luis de La Fuente a la cabeza), en otra patética y sonrojante estampa que ha dejado el caso. Aún no se sabe si Jennifer Hermoso se personará personalmente contra su agresor por un suceso que inicialmente, como se ha visto, no le concedió importancia, pero cuya dimensión ya no le pertenece. Ya no es su batalla; es la de todas las deportistas. Tampoco importa a estas alturas. El beso inapropiado volvió inmortal el título español y paradójicamente llenó de futuro el fútbol femenino. Pero Rubiales se quedó sin ninguno. Él sí se acabó.