No conoce el fútbol mejor desahogo para curar las frustraciones que disparar contra el entrenador. Bueno, está el árbitro primero, pero cuando el asunto pinta tan mal que hay que tirarse los platos sin salir de casa, nada tan socorrido como cebarse con la banca. Y son pocos los técnicos que escapan a ese veredicto que al hincha y al jefe le sale casi automático y que a menudo acaba irremediablemente en su despido. Va en el sueldo.

Algo de eso le ocurre ahora a Reinaldo Rueda, el lapidado seleccionador de Chile, al que no le queda un amigo. Acumuló algunos tras la victoria sobre Perú, unos cuantos aduladores que decidieron convertirlo en víctima para poder rescatarlo y que hasta le adjudicaron la eficacia de un recambio que divisaban (aunque nadie lo viera) y unos méritos incapaces de explicar más allá del concreto resultado. La carcajada que el gol de Vidal dibujó por un rato en la cara de Chile. Pero otra vez Rueda se ha quedado solo. Con las quejas en el oído, la continuidad en el aire y una sonrojante e histórica derrota sobre Venezuela como epitafio probable. Lo dicho, va en el sueldo.

Y sin embargo, es justo ese sueldo lo que aún lo sostiene y le pronostica continuidad. El contrato del técnico dice que su salida cuesta dos millones doscientos mil dólares netos, la cifra que le firmó Arturo Salah hace tres años como sueldo inicial. Y esa cifra, con las arcas federativas en los huesos, suena a cartel de prohibido. Porque el sucesor, de encontrarlo, tampoco llegaría gratis. Ese es el único argumento que inclina a estas horas la balanza más hacia la permanencia del técnico que hacia su desalojo.

Y eso que las decepciones se acumulan. No puede asociar Rueda el desapego que arrastra a esa corriente influyente que en Chile se conoce como los viudos de Bielsa. Ya no corre eso. Aquel estilo está casi olvidado y hay muchos otros modelos capaces de generar felicidad y resultados. Pero el colombiano no es que no genere ni lo uno ni lo otro, sino que tres años después cuesta averiguar con exactitud de qué se trata su plan. Y eso que el recuerdo visual de su Atlético Nacional, que jugaba de maravilla y ganó la Libertadores, sigue fresco. Pero en la Roja no se ha visto nada de aquello.

Chile da la sensación de avanzar o quedarse a partir de los arreones de su camada estelar de futbolistas (que irremediablemente se consume), no tanto de un juego ordenado y coral, de un trabajo colectivo organizado. Tampoco es que haya sido muy coherente el técnico en sus nóminas, siempre cambiantes y a menudo contradictorias. Porque no la hay o porque no la encuentra, la renovación no le sale. Y a la que se ha agarrado resulta que está ya en la frontera de los 26-27 años, como Pulgar o Paulo Díaz, como Maripán o Baeza. La edad para consolidarse y liderar, no para sentirse promesas. Como se rejuvenecen las selecciones es con tipos de 20 años, como ese Ferrán Torres que le metió tres goles el martes a Alemania en el 6-0 de España. En Chile de esos no asoma ninguno.

Rueda no tiene explicación, aunque le toca dárselas a Pablo Milad. Cuando le ha salido hablar, ante los medios o ante sus jefes, quizás también ante sus futbolistas, el discurso del técnico se ha reducido a una agotadora exhibición de memoria y números. Y así se ha presentado como alguien capaz de recitar de carrerilla cuántos minutos acumula un futbolista de la liga turca o cuántas veces le ha hecho pisar Pinto Durán a un lateral de La Calera, pero no tanto de fascinar de palabra con una idea de juego. Y menos de plasmarla. Y esos números de los que presume el técnico en asuntos menores no han tenido continuidad en los mayores. Las cuentas no le salen. Y eso más que las sensaciones es lo que le tiene colgando.

Pero se quedará. El siguiente partido está muy lejos como para que el revulsivo sea una urgencia y no hay dinero en la ANFP para malgastarlo. Y hasta el murmullo ambiental empieza a jugar a su favor. Porque casi más histórico que su vergonzoso tropiezo en Venezuela es ver a dos compañeros de la U pegándose a combos tras una derrota y a Colo Colo durmiendo en posición de colista. Y hacen mucho más ruido. Nada le viene mejor a Rueda que los tambores suenen en otro lado.