Convengamos que habría subido a las portadas aunque se tratara de un churro. Cristiano vive y duerme en la tapa de los diarios desde hace tiempo. Por sus gigantescos números y méritos, y también, o sobre todo, por la distorsión de la propaganda, que infla sus obras y dispara sin remedio la resonancia de sus acciones. Así que sus aduladores habrían coreado su tanto igual que si fuera el más intrascendente de una final de Champions por la que no pasa o el de una Eurocopa que sólo mira desde la banda.
Pero resulta que no fue un gol cualquiera; fue ni más ni menos que el gol de su vida. La proeza por la que, después de haber anotado más que nadie en el mundo y de todas las maneras posibles, será recordado. Alguien mencionará dentro de unos años el gol de Cristiano y en la retina irrumpirá de forma automática el vuelo prodigioso con el que domesticó Turín el martes. Lo vio y lo memorizó el planeta entero. Fue un gol que nació para quedarse.
Y significó su victoria personal más aplastante. La de la perseverancia y el empeño. La del orgullo. Porque parte a la vez de su peor derrota, de las burlas con la que sus detractores, que también somos multitud, se carcajearon tras cada uno de sus intentos de chilena en falso. A cuál más frustrante, a cuál más ridículo. Pero Cristiano ganó. No se arrugó ante la batería de memes y repitió un día tras otro la maniobra. Hasta ganar. Como escribió con pericia ayer Jabois en El País, "fue el remate de un delantero que comprueba que por fin puede volar después de haberse tirado diez años por la ventana". Era su obsesión y al fin le salió. Se cortó la risa.
Pero la chilena de Cristiano, canonizada ya en el santoral del madridismo como una fiesta de guardar, fue mucho más que eso. Y no sólo por su belleza plástica, su dificultad extrema o la dimensión del escenario. Sino porque la hinchada rival, que, como todas, lo pifiaba con rabia a la que tocaba la pelota, reaccionó al monumento con unos aplausos espontáneos, admirativos y sinceros. Los primeros que, según propia confesión, escucha el luso desde la posición de enfrente. Tras su tijera, la fanaticada juventina, pese a sufrirla en contra, se levantó y ovacionó. Y logró emocionar de golpe a quien, de tanto andar pendiente de su propio ego, no se había parado a hacerlo. Salía CR7 de su orgasmo inolvidable de gol vanagloriándose otra vez de sí mismo, amagando su desagradable y clásico yo, yo, yo, cuando los vítores le cortaron la digestión de golpe. Y entonces, en otro suceso inédito, Cristiano cambió su semblante altanero por los gestos de agradecimiento. Los mismos que lució después ante los micrófonos, casi dando un paso atrás, con unas frases cargadas de humildad y correspondencia, sin declararse por una vez el mejor de todos. Justo el día en el que igual sí lo estaba siendo.