Que había nacido para ser campeón del mundo, Lewis Carl Davidson Hamilton (32) lo supo muy pronto. Tal vez demasiado. También su padre, Anthony, quien desde comienzos de los 70 comenzó a edificar el futuro. Cambió primero las cristinalinas aguas de su natal Granada (un diminuto territorio insular perteneciente a las Antillas Menores caribeñas) por el próspero y lluvioso Reino Unido; y trabajó después de sol a sol para poder costear a su hijo (nacido ya con pasaporte inglés) una oportunidad en el automovilismo; deporte elitista como pocos, vocacional como ninguno y que jamás había registrado antes el paso de ningún piloto negro por su categoría reina.
Trabajó duro el progenitor desde su arribo a Londres, desempeñándose como ferroviario, empleado de metro y vendedor de ordenadores, entre otros oficios, al tiempo que completaba su formación académica. Cualquier cosa con tal de salir adelante, de aspirar a algo más. Y así, en el invierno de 1985, en la anodina localidad de Stevenage, situada en el sureste de Inglaterra, y fruto de su relación con la británica Carmen Lockart, nació Lewis. Su primogénito varón, el vehículo a través del que poder canalizar los sueños y justificar los sacrificios. El niño llamado a desafiar las convenciones, romper los esquemas y reescribir la historia de la F1.
En 1995, dos años después de subirse a un kart por vez primera y tras recorrer de la mano de su padre los circuitos de medio país, Lewis logró adjudicarse el Campeonato Británico de Karting. Lo hizo -caprichos del destino- ante la mirada atenta de una eminencia, Ron Dennis, perro viejo del paddock y director de la escudería McLaren. "Quiero correr para usted. Quiero ser campeón del mundo en McLaren", le espetó entonces el jovencísimo piloto a su futuro patrón. Y Ron decidió creerse el cuento. Y apostarlo todo por aquel descarado proyecto de piloto de apenas 10 años con demasiado talento, demasiada confianza y demasiadas ínfulas de grandeza para su edad.
Tras firmar contrato con McLaren siendo todavía un niño, Lewis Carl, bautizado así en honor del atleta estadounidense Carl Lewis, comenzó a hacer honor a su nombre. El nuevo Hijo del Viento quemó todas las etapas a un ritmo de vértigo. Compitió en Fórmula Renault, Fórmula 3 y GP2 Series antes de dar el aguardado salto a la Fórmula 1 en 2007, con McLaren.
En la temporada de su debut sorprendió al mundo entero con su irreverencia al volante, hizo añicos numerosos récords de precocidad, pero se quedó sin el título porque tuvo de supuesto compañero a Fernando Alonso, su peor enemigo. En el último Gran Premio del año, Interlagos, y en uno de los desenlaces más extraños y retorcidos que se recuerdan, Alonso provocó que su compañero se saliera de la pista y entregó literalmente el título a Ferrari. Y Räikönnen festejó.
Un año más tarde, sin embargo, en 2008, con el español fuera ya de la escudería inglesa, Lewis cumplió su palabra. Con 23 años, nueve meses y 26 días de vida, el niño prodigio de Stevenage se convirtió en el piloto más joven de la historia en conquistar el título mundial de F1 (rebajado después en cinco meses por Sebastian Vettel, en 2010) poniendo fin de paso a una sequía de ocho años en McLaren.
A la temporada de su explosión le siguieron, sin embargo, mundiales de cierta regularidad sin premio, en los que jamás dejó de competir con los mejores.Un cuarto puesto (en 2010, el año en que se consumó su ruptura empresarial con su padre, su agente hasta ese momento) y dos quintos lugares (en 2009 y 2011) anunciaron su marcha de McLaren. Luego de firmar un postrero cuarto lugar de despedida y en plena hegemonía de Red Bull, Hamilton aterrizó en Mercedes.
El primer año comenzó a adivinarse un poderoso cambio de gobierno al de Vettel. Luego, el oriundo de Stevenage se adjudicó dos mundiales de manera consecutiva con una naturalidad pasmosa. Comenzó a pulverizar nuevos registros y aunque las disputas y controversias internas continuaron acompañándolo (su quiebre definitivo con Rosberg, su compañero en Mercedes y su verdugo el año pasado, lo ejemplifica a la perfección), su madurez alcanzada era ya un hecho. Y este año se vio refrendada.
Porque su victoria rotunda y sin contrapeso en una temporada plagada de hitos personales (es desde el GP de Italia el hombre con más poles en la historia de la F1 -72-, y acumula ya 62 triunfos, 111 podios y 37 vueltas rápidas) no sorprende en realidad a nadie. El triunfo de un tipo irreverente, distinto, amante del hip hop y el funky, del lujo del ruido del motor y del sonido del piano. Un niño prodigio convertido en hombre sin dejar de ser un competidor voraz (el único piloto de la historia que ha ganado al menos una prueba en cada una de sus temporadas como profesional, y ya van 11) y que jamás ha terminado un año lejos del Top 5.
Ayer, en México, Lewis Hamilton volvió a proclamarse campeón del mundo. Y su título (el cuarto en su cuenta particular) lo convierte ya en uno de los cinco mejores pilotos de la historia. Al nivel de Prost y Vettel, a una corona de Fangio y a tres del todopoderoso Schumacher.