No hace mucho, el fútbol acostumbraba a responder cada grave lesión que lo golpeaba con una prolongación automática de contrato del jugador herido. Era un gesto inequívoco de apoyo y de ánimo al empleado que acababa de poner (y lastimar) su salud al servicio del escudo o de la empresa. Un guiño altruista, voluntario, innecesario incluso, que elevaba la reputación de los clubes, su señorío. Quizás esa moda pasó, pero Colo Colo la intentó desviar esta semana hasta el extremo opuesto con el escándalo Zaldivia, en un precedente tan peligroso como indigno. No solo no acarició a su jugador con una recompensa de más sino que trató de castigarlo dejándolo tirado sobre la camilla con un gigantesco ingreso de menos.

La medida, claro, no resistió dos noches difundida. Fue tal la sacudida de reacciones, también en su mesa directiva, y al interior del camarín, que el club tuvo ayer que desdecirse o maquillar (asumirá la remuneración del jugador que no cubra la ACHS), lo que agrandó lo ridículo de su posición original. Pero retrata una época incomprensiblemente suicida de la institución, convertida en una máquina de conflictos y disparatadas decisiones contra sí misma. Cuesta entender cómo se pueden hacer las cosas de forma tan autodestructiva, salvo que la intención sea precisamente esa, bombardearse desde dentro. El movimiento ha sido feo y torpe se mire por donde se mire.

Equivocado y fallido si se trató de un simple ajuste de cuentas, un asalto más de esa batalla hacia ninguna parte que sostiene la dirigencia con el plantel, y viceversa, desde que Mosa (o sus nuevos acompañantes en la gestión) decidió acabar con los mimos y los privilegios. Y peor si de verdad se trataba de una decisión calculada, la ocurrencia ingeniosa de un meritorio de turno que rebuscaba en la letra pequeña de los reglamentos un asidero para ganarle un trozo de alivio a la crisis económica de la entidad (un engañoso ahorro a corto plazo de 9 millones de pesos al mes) sin reparar en los destrozos derivados.

Era un puñetazo al aire, con derrota garantizada en la forma y en el fondo. Colo Colo se metía en un callejón sin salida del que a última hora, avergonzado durante dos días, pretendió bajarse silbando. Le hubiera obligado a dolores de cabeza diarios, incongruencias constantes: ¿Mandaría también a la isapre a Bolados, que ayer conoció que deberá estar tres meses de baja con un esguince en la rodilla derecha? ¿Solicitaría licencia para el futbolista que se agarrara una gripe? ¿Para qué le somete a un reconocimiento médico a Maxi Falcón, el nuevo fichaje, si en el caso de llegar averiado se le iba a derivar a la mutualidad? ¿Se vería obligado a firmar añadidos a sus contratos futuros para evitar sonrojos similares? ¿Se pensaría un jugador meter la pierna sabiendo que no solo se jugaba su integridad sino sus ganancias? ¿Estaría legitimado el club a controlar los ejercicios o la alimentación de su empleado enfermo si se desentendía de él? Como el rectificado es parcial, hay muchas de esas interrogantes que van a seguir vigentes.

En su decidido viaje hacia la Primera B, Colo Colo se llenó gratuitamente de nuevos problemas y gruesas descalificaciones. Un ruido que sirvió para esconder ligeramente el nuevo resbalón deportivo sin abandonar el pozo (y ya son ocho los encuentros sin ganar), pero también para agrandar la sensación de desastre y caos que hay ahí dentro. La colección de justificaciones posteriores de Aníbal Mosa, que al menos dio la cara después de unas cuantas semanas revueltas en silencio, no hubo por dónde sujetarlas. El resumen del discurso es que todo se hizo fatal, pero sin intención ni mala fe. De todas maneras, aunque efímero, fue un patinazo histórico. Otro más. El eterno papelón.