Mala ocurrencia tuvo Clement Lenglet, en los 63′. Por varias razones. Primero, porque eligió la viveza sobre la corrección en tiempos en que todo está siendo observado. Segundo, porque buscó la víctima que mejor le podía sacar partido a su impulso. Y tercero, porque la evidencia tecnológica resultaba irrefutable, más allá de que sin el recurso su infracción sobre Sergio Ramos pudo perfectamente quedar sin sanción. Como pasaba antes y ahora no.
Hay que entender definitivamente el VAR como ese matiz que contribuye a la sanción de faltas que antes no se cobraban. Que vale un agarrón de camiseta para que el juez, por sugerencia desde la cabina, termine cobrando un penal. Y en el caso del Real Madrid, como el elemento que le permitió desnivelar el clásico español ante el Barcelona por medio de un Sergio Ramos que, además, se ha hecho infalible desde los doce pasos: ha marcado los últimos 25 penales que ha ejecutado.
La incidencia es tan vital que pospone la discusión respecto de los méritos de uno y otro para quedarse con el triunfo. Incluso, relega a la condición de anécdota el golazo de Luka Modric, en los 90′, para el 1-3 con que terminó el partido. El encuentro ya estaba decidido. El Barça estaba golpeado y el Madrid, bien resguardado.
Hasta el gol de Ramos, era el equipo de Ronald Koeman el que intentaba con mayor insistencia, en base a su acostumbrada posesión y a algún alarde individual. Tiene talento el equipo culé, pero le sigue faltando la consistencia de otras jornadas para marcar la diferencia. Los merengues, en cambio, parecían más orientados a esperar el error del equipo catalán para sorprenderlo en el contraataque. La equivocación llegó en una pelota detenida. En una de esas en las que, por manual, está prohibido pasarse de la raya.
El partido más importante del fútbol español (hay algunos que reniegan de que conserve esa condición a nivel mundial) fue un duelo intenso. Sobre todo en el comienzo, cuando en ocho minutos ya se habían producido dos goles: en los 5′, después de una asistencia de Karim Benzema, Federico Valverde había abierto el marcador. Tres minutos después, Ansu Fati, con 17 años de edad y la prestancia de un veterano, devolvía la gentileza.
Ese comienzo hizo olvidar que el entorno era distinto, que las gradas estaban vacías producto del coronavirus y, por el contrario, motivó a proyectar un partido memorable, que tampoco llegó a tanto. Y que, al final, se decidió por un matiz. O más bien un desliz imperdonable en encuentros de este nivel. Que están siendo observados por millones y millones de personas. Y, principalmente, desde todos los ángulos.