Mala quincena para quienes queremos y respetamos al fútbol. La involución que estamos viviendo, el retroceso literal y metafórico, ha llegado a límites peligrosos. Y no lo digo sólo por los espantosos espectáculos aleja-hinchas que vivimos, por ejemplo, en los partidos entre la UC y la UdeConce o en la final de la FA Cup entre Chelsea y el United. No. Va más allá. Corren vientos muy fríos, nubes cargadas de agua sucia producto de la desatada mediocridad profesional tanto en las canchas como en los medios. Se ha dejado actuar, con total impudicia y sin resguardos, a muchos gandules y ganapanes que, revestidos de una autoridad que no existió ni existirá nunca, han intentan retomar discursos tremendamente dañinos. Planteos que resulta imposible tomar sólo como viñetas costumbristas o como una mera expresión de estilos, paladares o escuelas de juego…porque son bastante más peligrosos que eso. Por ende hay que hacerles un parelé antes de que sea demasiado tarde. Entre otras cosas porque le dan a cualquier deporte en su base de flotación: en los intangibles. Territorios donde descansan las reglas sagradas, inviolables y basales del juego.
Revisemos: delincuentes disfrazados de hinchas de Wanderers y O´Higgins, gentuza con injustificado acceso a los clubes y con sospechoso tiempo libre para participar en un mundo al que en rigor no pertenecen, agreden, molestan, se inmiscuyen en el trabajo de ambos clubes apretando (como se dice en jerga carcelaria) a planteles y cuerpos técnicos. Todos saben quiénes son, cómo se llaman y dónde viven. Todos los conocen. Pero no son detenidos. Peor: siguen más empoderados que antes, pese a que había razones más que suficientes para que la ANFP, Estadio Seguro, el Sifup, el colegio de Técnicos, Carabineros y los propios clubes hubiesen actuado hace rato. "Aún no sabemos quiénes son", aseguran. Sóplame un ojo. Por supuesto que saben. Y eso que ni siquiera quiero perder tiempo en los subnormales de la barra de la U que ofendieron la educación, la decencia y la dignidad ciudadana con el tema Tupper. Sólo cabe recordar, para todas estas historias de forajidos y bandoleros, que un imbécil que es capaz de hacer lo antes descrito, tarde o temprano será capaz de hacer cualquier cosa. Cualquiera.
Bajemos a la cancha. Después de ser líder del torneo local junto a la UC y marchar invicto en la Libertadores en tres partidos, Universidad de Chile, un equipo bien armado que mostraba buen ritmo, dinámica y una muy saludable actitud protagónica, pasó, en apenas un mes, a perder con todos aquí y en el extranjero, a jugar pésimo, a ser goleado, a confundir los papeles, a distanciarse ocho puntos del equipo cruzado y quedarse sin pan ni pedazo en las copas internacionales. ¿Cómo? Fácil: desarmó el equipo titular. Una vez más se aceptó la tontera de la dosificación (que sólo es posible como arma extrema y nunca al comenzar una temporada), enredó el mazo entre fijos y suplentes, ensayó donde no había que ensayar y se abrazó a la mediocridad del falso equilibrio. ¿Ha visto castigo más justo que quedar eliminado tras defender un 0-1 en Santiago? Si eso no es patético, no sé qué podría serlo. Simplón echarle la culpa a Beausejour o a Jara. De hecho el error de Jara (en igual medida error de Echeverría, que perdió su marca, y de De Paul, que salió pésimo) no explica nada. Más bien se justifica y entiende por la rotación brutal de nombres y roles en pocas semanas en una zaga evidentemente confundida. Pero también en la falta de ataque de un equipo que hizo apenas dos goles en toda la primera fase del torneo y que fue inoculado con el virus letal de entregar el protagonismo… entendido como una opción viable sólo por nuestros peores técnicos.
Tristeza enorme. Tanta como con el empate gris y rasposo, casi miserable en relación al bajísimo nivel de juego desplegado, de Colo Colo en Colombia. "Después de once años, no hay que ser giles, lo importante es el resultado", dijeron algunos. A otro perro, un perro más tonto, con ese hueso podrido. Somos muchos los que sabemos hacia dónde va la mano cuando se acepta ese discurso. Jugando así de feo, así de mal, así de ordinariamente (decidir no atacar nunca, en el fútbol, es simplemente ordinario) nadie puede festejar. Menos si al frente había un rival que, evidentemente, también estaba feliz con no hacer mucho y firmó el armisticio tempranito… pese a que había cobrado entrada por la farsa. Claro, se logró el objetivo, pero a un costo altísimo. Con medio mundo diciendo que se jugó pésimo y la otra mitad pensando que el resultado estaba arreglado. Esas son las consecuencias de apostar así. La buena noticia es que aún hay muchos reparos y que, por ende, todavía no han ganado completamente los impostores.