A las 10.30 de la mañana la expectación era evidente en el segundo piso del Mall Plaza Los Domínicos de Santiago. No era para menos. El que es, para muchos, el mejor deportista de todos los tiempos, y para el resto el competidor más voraz, exitoso e insaciable de la historia de los Juegos Olímpicos, estaba a punto de hacer su primera aparición pública en territorio chileno.

Su innegable capacidad de arrastre y su tremendo poder de atracción se hacía más palpable todavía en las inmediaciones de la tienda Under Armour, la primera parada de la mañana en su brevísima hoja de ruta pública. Allí, una auténtica marabunta de seguidores -niños, adultos y mayores, pues su gigantesca dimensión deportiva trasciende todo rango etario para convertirlo en un ídolo transversal-, se apostaban frente a los cristales para tratar de conseguir el mejor lugar desde el que poder tomar, al menos, el esbozo de una instantánea de Michael Phelps (32).

A las 10.50 de la mañana, con rigurosa puntualidad británica, el Tiburón de Baltimore hizo al fin su aparición en el Mall. Con una amplia e imperturbable sonrisa dibujada en la cara, el propietario de 28 preseas olímpicas comenzó a avanzar entre la multitud, con su desgarbada figura sobresaliendo apenas entre la muchedumbre, levitando casi sobre las hordas de fanáticos que bloqueaban, literalmente, el paso del atleta, confiriendo a la escena tintes de dimensiones esperpénticas.

El punto de prensa habilitado para los medios por parte de la organización no hizo sino acrecentar esa sensación de anarquía. Y el Tiburón terminó dándose un baño de masas de camino a su sillón que a punto estuvo de terminar con varios ahogados.

Cinco preguntas alcanzó a responder tan sólo el nadador ante los medios en su única comparecencia pública en Santiago. Habrían sido seis, pero los responsables de la marca que viste al atleta decidieron censurar la realizada por este medio relativa a la visión del protagonista frente a la oleada de protestas realizadas por numerosos deportistas estadounidenses en oposición a la política del presidente Donald Trump. Consideraron tan escandaloso y controvertido los responsables de Under Armour consultar al más grande deportista estadounidense de la historia sobre las manifestaciones públicas realizadas por sus pares -y canalizadas precisamente a través del deporte- que se negaron incluso a traducirla.

Sí que habló Michael Phelps, a lo largo de los 20 minutos que duró la conferencia en su conjunto, de sus medallas ("nada es imposible si uno se lo propone"), su familia ("mi madre fue siempre mi gran apoyo"), su entrenador ("lo conozco desde los 11 y hay una confianza absoluta entre ambos"), su sacrificio realizado para llegar a la cima del deporte mundial y, faltaría más, del nuevo pijama lanzado por su censora marca. No así de dopaje, materia de discusión vetada también previamente por los organizadores, que avisaron que de eso no se podía preguntar. "Mi sueño era entrenar, competir y ganar una medalla de oro olímpica. Me preparé para eso. Lo que pasó después fue la consecuencia de la tenacidad y el sacrificio realizado", dijo de partida, antes de revelar cuál de sus preseas considera la más emotiva de todas: "La más importante creo que fue la de los últimos Juegos de Río, la que gané en los 200 metros (mariposa). Fue muy especial porque fue la carrera más dura de mi vida y poder retirarme siendo campeón es algo a lo que todos los deportistas aspiran".

La conferencia, que no sirvió para conectar realmente con la figura de Michael Phelps y que contó con la presencia de importantes figuras del deporte nacional, como María José Moya y Natalia Duco, concluyó ligeramente rebasado el mediodía. Cuando el Tiburón, de breve, censurado y caótico paso por Chile, emprendió su tumultuoso camino hacia los ascensores. Con cara de póquer en los instantes finales, pero sin dejar nunca de sonreír. Como los ídolos de leyenda. Parecía que Phelps no tenía límites. Pero se los encontró su auspiciador: ni hablar de dopaje ni de Trump.