En los años 70 y 80 en pleno régimen dictatorial, nuestro fútbol se gestaba en términos de un deporte subdesarrollado. Como país se hablaba de cimentar un sistema neoliberal, de un nuevo modelo económico y social.
Junto a lo anterior el régimen desincentivaba la política, como fórmula de debilitar las ideologías de alta complejidad social. Se crearon clubes de fútbol a lo largo de Chile. Se necesitaba un opio para el pueblo.
Vino la plata dulce con la consiguiente quiebra galopando a rienda suelta. Había recesión. Jóvenes empresarios aplican la modernidad en la economía y los viejos dirigentes sucumbían en la arcaica dirección del fútbol nacional.
De esta forma se entendió que el fútbol debía navegar desde la cultura del libre mercado. Todo se justificaba principalmente en los laureles, el exitismo y la competitividad al son de los himnos marciales.
En los 90 se recupera la democracia con una alegría que nunca llegó. Estadios deprimentes con galerías de madera -donde más de algún hincha se fue guarda abajo- servicios higiénicos insalubres, etc. Ése era en general el paisaje futbolístico y atractivo para asistir a la fiesta del fútbol.
Y en 2000 llega la modernidad con sus dos caras; la del progreso y la del horror.
La del progreso con estadios de fútbol estándar FIFA. En ciudades importantes se construyen verdaderos elefantes blancos. Recintos municipales muchos de ellos edificados de la mano de la infaltable corrupción.
La cara del horror se manifestó con las Sociedades Anónimas Deportivas, el destierro de los clubes sociales y deportivos, violencia en los estadios, fracaso de Estadio Seguro, desolación en las tribunas y espectáculo subvalorado.
Y en Viña del Mar, el gobernador en obsceno lobby se reúne con Blanco y Negro y pretende que contra Colo Colo se juegue lejos del mar. Y Everton como una gaviota, picotea por ocupar su recinto municipal.
Si de colores se trata, los azul y amarillo, previo a las elecciones, no quieren votar en blanco.
Que el fútbol vuelva a manos seguras.