Es cierto que la constatación de que Chile no irá a la Copa del Mundo de Rusia el año entrante significó una tristeza mayor. Durante muchos meses la mayoría de nosotros supuso que La Roja clasificaría, amén -y, creo no equivocarme con esto- de imaginar la posibilidad de una actuación inédita en los pastos rusos, apoyado en lo que una base importante de esta selección había conseguido: clasificar a los mundiales de Sudáfrica y Brasil, ganar la Copa América y la Copa Centenario, y practicar un fútbol que pocas veces vimos en la historia de los combinados nacionales.
Creo que no hay dos opiniones al evaluar el talento y la capacidad de este grupo de jugadores que, no por nada, recibió el apelativo de Generación Dorada. Es cierto que son otros tiempos, que el mundo globalizado tiene poco que ver con lo que ocurría en los 60, 70 y 80, pero como nunca antes estos futbolistas han conseguido, individualmente, llegar a clubes de primer nivel mundial y brillar en ellos.
En lo personal, los momentos más emotivos que me ha tocado vivir como simpatizante de La Roja, han sido precisamente obra del talento y el esfuerzo de estos muchachos. Para quienes fuimos testigos del fútbol que desplegaba Chile en los 80, lo que hemos visto en los últimos años es de otro planeta.
Ahora bien, esto no significa ser ciego ante los errores que hubo a lo largo de este proceso; yerros y responsabilidades tanto colectivas como individuales. Es necesario hacer el análisis para visibilizar aquello que no se hizo bien y no cometer los mismos errores de aquí en más.
Sin embargo, lo que me parece injusto es el ensañamiento que ha habido contra algunos jugadores y ciertas opiniones sobre la Generación Dorada que, ahora, la retratan como un grupo nefasto, casi una cáfila de indisciplinados, flojos y fiesteros.
Lo peor de todo es que muchos de los que apuntan en esta dirección, son los mismos que hace algunos meses o años celebraban el esfuerzo y el talento de este grupo. En una actitud tan propia de los chilenos, hemos pasado del palmoteo de espaldas a una suerte de descuartizamiento.
Hay una suerte de histeria que nos gobierna -pasa en lo deportivo y también en lo político, donde un traspié es interpretado como un acabo de mundo-, un día tenemos la fortuna de ser testigos de un equipo privilegiado y al otro lo defenestramos con saña y alevosía.
Y es que en el ejercicio de pontificar tenemos una maestría. No importa tanto el contenido como la forma. Pontificar con el fin de dar en el gusto al propio oído, porque no son pocos los rostros y los especialistas -también el ciudadano de a pie-que disfrutan escuchándose a sí mismos, que pretenden imponernos su verdad por encima de las otras. Y en ese plan, mientras más venenoso sea el comentario tanto mejor.
Duele quedar fuera de un Mundial, duele enterarse de algunos detalles de la interna de la Selección, duele saber que ese grupo que parecía un batallón monolítico no era tal. Pero aun así, esta generación no se merece el fin de fiesta que está teniendo, no se merece este espectáculo triste donde el que menos afila sus cuchillos para hacer correr un poquito más de sangre. Ni siquiera se merece el tratamiento que algunos medios han elegido con el fin de ganar algunos puntos más de rating.
Cuando menos, yo quiero pasar de eso. Y quedarme con lo comido y lo bailado.