Hinchas del Barcelona en el aeropuerto de Liverpool encarando a Lionel Messi por la eliminación humillante de la Liga de Campeones. Un cuadro que, descrito hace una semana, sonaba absurdo, directamente imposible. En el partido de ida, Messi había anotado dos goles, el segundo, para darle más énfasis a la imagen, fue un tiro libre cuya perfección dejó botando baba a la mitad del planeta. Pero el Barcelona quedó eliminado una vez más de la final de la Champions y su estrella, fuera de dos o tres arranques, caminó la cancha de Anfield mirando el juego o se plantó lejos de la acción brazos en jarra.

Claro, que los hinchas catalanes vayan sobre Messi es un absurdo completo. No por su extensa historia y decenas de títulos en el club. Ni siquiera hay que esforzarse demasiado en la trayectoria del rosarino con el Barcelona, solo basta con remitirse a la última temporada: campeón de la liga, semifinales de Champions y 46 goles anotados. Y pese a esto, bastó un partido muy malo, donde naufragaron todos, comenzando por la antidefensa y culminando con el toro ciego de Luis Suárez, para que los veleidosos fans cargaran sobre el mejor jugador que tienen y han tenido nunca.

Se podrá decir razonablemente que fueron dos o tres gatos, y borrachos además, una minoría dentro de la minoría, que no representan en absoluto el sentir del grueso de seguidores culés. Pero, visto lo que ha sido Messi para el Barcelona, es sorprendente que incluso esos pocos existan. Digo, y retomando el comienzo de este texto, con apenas siete días de diferencia con lo ocurrido en el Camp Nou en la semifinal de ida ante el Liverpool: el equipo de Kloop no mereció ni por casualidad perder 3-0 y ello ocurrió exclusivamente porque Messi sacó dos conejos del sombrero.

Entonces, cualquier análisis serio dice que el problema no radicó en la laxitud de Lío el martes en Anfield, sino en los problemas de funcionamiento del Barcelona. La "perita de cristal", como se dice en boxeo, que ya exhibió el año pasado contra la Roma y esta temporada nuevamente hizo gala en la Champions. Esa incapacidad para afrontar el menor contratiempo, una fragilidad total que derrumba al equipo pese a jugar con muchos goles de ventaja. La misma que se vio bien ilustrada, en marco de oro rococó, en el cuarto gol del Liverpool: Alexander-Arnold saca el córner cuando está toda la defensa del Barcelona pajareando, y Origi la manda a guardar con apenas el leve obstáculo de Piqué. Un equipo que se está jugando la vida ante 60.000 espectadores y a diez minutos del final tiene a la defensa mirando pasar aviones. Increíble. Alexander-Arnold dirá más tarde que fue "puro instinto" servir el córner cuando todos los rivales estaban con el cajón abierto. El mismo instinto que le ha faltado al Barcelona y del cual Messi ha sido una improbable víctima.