Siendo muy respetuoso de los diferentes credos religiosos, en el fútbol se abusa de ellos.
Los futbolistas se encomiendan al dios que se cruce. En los camarines fluyen motivaciones bíblicas. Se persignan sin escrúpulos fuera de la cancha y dentro de ella. Cruces e íconos religiosos saturan sus poros. Levantan sus brazos hacia los cielos dando gracias a la divinidad pasajera por un gol o tiran de sus cabellos por un disparo a las nubes. O miran al cielo o entierran sus cabezas en el verde césped. No hay medias tintas. O rezan o maldicen.
Ganando, todos veneran a su Dios; perdiendo, nadie se acuerda de él. Allí asoma la mala suerte culpable de tanta derrota. Y si triunfan, nadie concede valor al esfuerzo personal.
Y los entrenadores tienen lo suyo. Muchos de ellos sufren con el poder inestable. Sufren más allá del bien y el mal. En la incertidumbre y los miedos pierden la independencia y el mando. Queda todo en manos del milagro. Allí el hombre demuestra su debilidad y caen las convicciones. De esta manera el hombre es un prisionero de la fe. Renuncia a apegarse a sus propias virtudes y se hunde en el fundamentalismo.
Ángel Guillermo Hoyos es un caso especial. Recién llegado a la U caló hondo en el corazón de los azules. Evangelizó un camarín en crisis. Aglutinó fieles con un discurso convincente, empalagoso diría yo. La fe lo acompañó hasta que de su estado de gusano que es el final, no apareció la mariposa que es el principio. Nunca encontró el vuelo necesario. No se reinventó ni en el discurso ni en los hechos. Pecó de un sobreproteccionismo inusual. Amor de madre. Repartió risas y abrazos en un constante Año Nuevo. Inevitable no acordarse de él cuando llegue 2018.
Adulando a sus fieles jugadores los comparó con ídolos mundiales. Con sermones de monasterio les convenció de aquello y no ser ecuménicos. No soporta estar más de un año en un club. Parroquia, iglesia o catedral, le da lo mismo. Es un peregrino impenitente.
Hoyos hoy día reza y cava su propia tumba. O apellido.