No tiene sentido cuestionar la decisión de Joaquín Niemann de irse al LIV Golf. Cada cual, en la medida de sus posibilidades, tiene el control de su propia vida y elige qué y dónde será más feliz. Cameron Smith, ganador del Players Championship y el Open Británico este año, no se complicó a la hora de explicar su paso a la multimillonaria liga de los sauditas: “Dinero y tiempo con mi familia”. Se podrá argumentar, y con razón, que el Joacking, como le dicen en Estados Unidos, iba en camino a convertirse en una leyenda del PGA Tour, que lo que le ofrecía en LIV en dinero, a la larga lo iba a ganar en el circuito regular pero de manera mucho más trascendente y gloriosa. Que, al contrario de Phil Mickelson, aquejado por deudas de juego y sobre los cincuenta años y Sergio García, en el ocaso, no necesitaba apurarse: su talento y profesionalidad iban a ser recompensados de manera inevitable.

Pero son especulaciones. Nadie tiene comprado su futuro y en el deporte de alto rendimiento detalles te pueden arruinar una carrera. En el golf es más complejo todavía, un fallo en el swing y estás acabado. Le pasó a Ian Baker-Finch, David Duval y hasta al legendario Severiano Ballesteros.

Por eso, en vez de cuestionar al mejor golfista chileno de todos los tiempos, intentemos entender un poco el tema de manera más amplia. Como aficionado al golf y discretísimo jugador amateur, federado, veo que los sauditas más que hacer una liga paralela para competir con la PGA, intentan copar el escenario y, por defecto, obligar a los estadounidenses a negociar. Con el único argumento que entienden en EEUU, el dinero, entraron pegando palos a diestra y siniestra y no sólo se llevaron a una cantidad importante de grandes jugadores sino que comenzaron a organizar campeonatos en terreno enemigo. La PGA vio como el LIV se metía al jardín. Una guerra de cientos de millones de dólares donde personajes como Donald Trump vieron la oportunidad y “patrióticamente” se alinearon con los sauditas arrendándoles canchas. Only in América. En definitiva, una pelea de perros grandes donde los jugadores son meros espectadores. Como cabezas visibles: Tiger Woods por la PGA y Greg Norman por el LIV.

Ahora, cuál es el problema de fondo que tiene el LIV: que es por invitación. Es decir, hasta que las reglas no digan otra cosa, son torneos amistosos con premios desmesurados. La gracia del deporte de alto rendimiento, para mí, es que obliga siempre. Que cada jugador sabe, como ocurre en el ATP Tour por ejemplo, que hay diez mil perros hambrientos abajo que quieren tu lugar y trabajan día y noche por sacarte. La compulsión de jugar bien para pasar el corte del fin de semana, de sumar puntos para mantener la tarjeta, la presión de los ascendentes del Korn Ferry Tour, hacen del PGA un circuito de exigencia mayor, que no permite distracciones o relajos. El que no juega bien, aunque sea una estrella y haya ganado torneos mayores, desaparece del mapa. Ya mencioné el caso de David Duval, de número uno del mundo a nada.

Charles Schwartzel, ganador de la primera edición del LIV Golf, disputada en Londres en junio de este año. (AP Photo/Alastair Grant)

En el LIV te pagan un fijo aunque juegues mal. Puedes hacer 85 golpes el viernes y el domingo estarás igual en la cancha. No hay que sumar puntos, no hay aspirantes a entrar con parámetros deportivos, sólo la mera voluntad de los jeques. Eso le quita mucho atractivo y tensión. Hay dinero a camionadas y ventajas para los jugadores, quién puede negarlo, pero como espectáculo deportivo todavía es muy débil y soso. Se juegan menos hoyos y más relajados. No tiene suspenso ni morbo. Por lógica habrá modificaciones para hacerlo más exigente y competitivo, es obligatorio. La actual forma insípida no puede resistir mucho. En definitiva, la PGA y el LIV van a tener que sentarse a negociar. Por el bien de ambos y del golf.

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