La espera
Esperar es un arte. No cualquiera sabe cómo hacerlo. Requiere paciencia, templanza, tolerancia a la frustración y una convicción absoluta en la posibilidad de alcanzar aquello que se espera. Penélope, en La Odisea, esperó durante veinte años a que su marido volviera de la Guerra de Troya. No fueron pocos los que la pretendieron en ese tiempo, los que quisieron aprovecharse de su soledad para seducirla y conquistarla, pero ella se las arregló para mantenerlos a raya con el cuento del tejido, en el que se empeñaba de día y deshacía de noche (les había dicho que una vez que terminara una prenda para el rey Laertes elegiría un nuevo esposo).
Otro que sabía esperar era el fotógrafo francés Henri Cartier-Bresson. El padre del fotorreportaje y creador de la agencia Magnum -donde trabajara nuestro Sergio Larraín- instaló el concepto del "instante decisivo", ese momento en que el fotógrafo "sorprende a la vida en ¡flagrante delito!". Para ello, explicaba Cartier-Bresson, era preciso saber aguardar, tomarse todo el tiempo del mundo, a la espera de que ese instante decisivo se dibujara delante de los ojos del fotógrafo. Entonces, ¡click!
Hay muchos que no han sabido esperar, que se han precipitado rabiosos y ciegos hacia delante, como un toro moribundo que embiste al torero de turno, a sabiendas de que lo único que les resta por hacer es ese arrebato postrero.
Escribo esto mientras veo el partido entre el Barcelona y el Real Madrid, intentando imaginar qué es lo que puede sentir Arturo Vidal viendo a sus compañeros correr por el campo detrás de la pelota en circunstancias que él, como ha sido desde que llegó a las filas del Barcelona, espera a que el técnico vuelva la vista hacia el banquillo de suplentes para decirle que ha llegado su hora.
Si la espera no es fácil para un chico que está comenzando, supongo que para Arturo Vidal, quien prácticamente las ha oficiado de titular desde que jugaba en el Rodelindo Román, debe ser todavía más difícil, aun cuando vista la camiseta de uno de los mejores equipos del mundo. Tampoco debe ser fácil ingresar al campo de juego a falta de veinte, diez o cinco minutos. Es como intentar tomar un bus cuando ya se puso en marcha. Pero Vidal lo ha hecho. Ha jugado a cuentagotas. Ha tenido que dar lo mejor de sí en un cuarto de hora o menos. Y aunque haya sido poco tiempo, ha cumplido lo que Valverde le ha pedido.
Ayer el Nou Camp ya era una fiesta cuando el técnico blaugrana volvió la mirada al banquillo para decirle que entrara. Vidal saltó a la cancha como si el partido recién hubiera comenzado; apelando al coraje, a su despliegue y al talento. Cuando Dembelé desbordó por la izquierda y elevó el centro, él ya corría buscando esa pelota. ¿Cuántas veces hemos visto a Vidal meter ese cabezazo?, ¿cuántas veces lo hemos gritado antes de que su frente haga contacto con el balón?, ¿cuántas veces lo hemos celebrado? Lo de ayer fue especial, claro. Fue el primer gol del chileno con la camiseta del Barcelona. También fue una forma de decirle al técnico que no importa cuándo ni dónde, él siempre sabrá responder. Porque, ¿quién podría poner en duda el talento de Vidal?, ¿quién podría objetar su despliegue?
Vidal volvió a ser el que siempre ha sido. Aunque el partido ya estaba resuelto. Aunque la defensa del Real Madrid era casi una tropa de cadáveres. Pero hay que estar ahí, en el Nou Camp, con 90 mil personas en las gradas, para meter ese cabezazo y salir festejando con los brazos en alto. Para Barcelona fue el 5-1, lapidario, definitivo. Para Vidal, un premio a saber esperar.
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