Francia vive momentos de felicidad en estos días. El avance de su selección a semifinales de la Copa del Mundo ha generado una fiesta en las principales ciudades galas. Sin embargo, en barrios como Bondy, Lagny-Sur-Marne, Roissy-en-Brie, Suresnes, Fontenay-sous-Bois o Longjumeau, la fiesta es dos veces fiesta. Les Bleus que triunfan en Rusia no son solo las estrellas del fútbol, los ídolos inalcanzables, sino también el hijo del comerciante, el vecino, el amigo de infancia. Sí, porque en esos barrios de los suburbios de París -vistos con una cuota de incomodidad por algunos franceses por ser sinónimo de inmigrantes y desempleo- es donde jugadores como Mbappé, Pogba, Kanté, Mendy y Matuidi han crecido.
Que los niños de esas barriadas de los márgenes se hayan convertido en los mejores futbolistas de Francia no es una situación azarosa. Tampoco obedece a la proactividad de los mismos chicos o de sus padres que en un momento determinado fueron a golpear la puerta de los grandes clubes. El Estado galo desde hace un par de décadas ha entendido que el deporte es una herramienta fundamental para la cohesión de las comunidades, a la vez que puede ser también un instrumento que ayude al ascenso social de las familias más vulneradas. De hecho, el fenómeno de esta selección no es nuevo. La selección gala que conquistó la Copa del Mundo en 1998 ya ofrecía un componente multicultural y social de características parecidas.
En junio de 1991, el Ministerio de Juventud y Deportes de Francia implementó un programa conocido como J-Sports que contempló la construcción de 500 instalaciones deportivas, abiertas y gratuitas, levantadas en el corazón mismo de los barrios más abandonados y con mayores dificultades socioeconómicas. Si en los 80 la política social utilizó el deporte para que los jóvenes de barrios marginales ocuparan su tiempo libre en actividades deportivas fuera de su contexto, a partir de los 90 se potenció el barrio como el centro de la actividad deportiva poniendo el énfasis en el aspecto educativo del deporte.
A pesar de que el deporte de élite puede ser más rentable en términos de la visibilidad de logros, el programa J-Sports sigue vivo en Francia y municipios como el de París destina recursos que, en los últimos años, bordean el medio millón de euros anuales. A la luz de lo que está haciendo Francia en Rusia, cabe preguntarse si en el largo plazo los programas sociales que apuntan al deporte masivo son o no menos efectivos que las políticas destinadas al deporte de élite.
Por otro lado, el ejemplo francés es una buena muestra de lo que el cambio de mirada puede obrar en una sociedad. ¿Cuántas veces en nuestro país hemos escuchado comentarios despectivos respecto de esos barrios estigmatizados? O hilando más fino, ¿cuántas veces hemos sido testigos de la desidia de la autoridad puesta a atender las necesidades de las comunas más vulneradas respecto de otras? Es lamentable que parte importante de quienes detentan el poder en nuestra sociedad no sean capaces de ver las otras realidades que conforman el país y obren en función de sus intereses y del de aquellos que comparten su mirada de mundo. Si estuvieran convencidos de la igualdad de derechos y de que el desarrollo de las personas depende de las oportunidades que se les brinden, hace rato que las políticas sociales tendrían un énfasis distinto a la hora de implementarse en el corazón de los barrios más pobres. ¿Cuántos deportistas nos estamos perdiendo por no seguir el ejemplo francés?, ¿cuánto del subdesarrollo deportivo le debemos a los prejuicios y a los lugares comunes en los que hemos sido educados y criados? En todo caso, nunca es tarde para cambiar.