El teléfono de Peter Dragicevic no deja de sonar. Es martes 8 de diciembre de 1987 y en Santiago está a punto de dar la medianoche. El entonces timonel de Colo Colo descuelga el aparato. Del otro lado de la línea llega la voz temblorosa de Jorge Vergara, presidente de la Comisión Fútbol del club. Conversan durante algunos minutos para definir la estrategia. Tienen claro que la institución debe intervenir. Las noticias son todavía confusas, pero también devastadoras. Hace apenas cuatro horas, frente a la costa de Ventanilla, situada a 3.325 kilómetros de la sede alba de la calle Cienfuegos, el avión que trasladaba a la expedición del Alianza Lima de regreso a la capital tras la disputa de un partido en Pucallpa, acaba de precipitarse al océano. A bordo del Fokker AE-560, propiedad de la Marina de Guerra del Perú, viajaban 44 personas, pero Edilberto Villar, el piloto, es el único superviviente.
"Jorge Vergara me llama para decirme que había caído el avión y que le parecía importante que Colo Colo se hiciera presente en la ayuda. Y ahí es donde surge la idea de mandar cuatro jugadores en forma totalmente gratuita para que reconformen el plantel. Algo inédito. Y me comunico con el presidente de Alianza Lima, Agustín Merino, y le cuento la decisión. Él estaba pendiente de las labores de rescate, pero también sorprendido y agradecido. Así fue cómo empezó todo esto. Una amistad que borró las fronteras entre Chile y Perú", relata, tres décadas después de la tragedia, el propio Dragicevic.
El fatal accidente, que acababa de segar la vida de 16 futbolistas, seis miembros del staff técnico, cuatro dirigentes, ocho barristas, tres árbitros y seis tripulantes de la aeronave, obligaba a Colo Colo a actuar con premura.
Dos días antes de la Navidad de 1987 y menos de 15 después de la tragedia, José Letelier, Parko Quiroz y René Pinto aterrizaban en el aeropuerto de Lima. "Yo no lo pensé dos veces, nunca dudé. Y creo que es una de las mejores decisiones que tomé en la vida. Pero fue duro al principio, llegamos a un camarín donde no hablaba nadie, donde no existía el ruido, que es la antítesis de los camarines de fútbol. Eso costó mucho", confiesa al respecto el ex arquero Letelier (51), seleccionador hoy de la Roja femenina de fútbol. "En el hotel nos pusieron una habitación para cada uno, pero pedimos que nos arreglaran cuatro camas juntas en la misma pieza. Éramos jóvenes, estábamos fuera del país, era Navidad y así se nos hacía todo más ameno", desclasifica, por su parte, René Pinto (51), profesor de educación física hoy en el Centro Educacional La Pintana y prometedor delantero, entonces, de la factoría alba.
Algunos días antes de fin de año, y tras la negativa a viajar del cuarto seleccionado, el Candonga Carreño, llegaba al distrito limeño de La Victoria (previo permiso paterno, firmado ante notario) el cuarto y último cacique de los Íntimos, el volante Francisco Huerta (50). El 3 de enero de 1988, con el estadio Matute lleno hasta la bandera, el nuevo Alianza Lima, con cuatro chilenos en cancha, hacía su reestreno en el Descentralizado con un triunfo por 2-1 ante el Bolognesi de Tacna. "Todavía tengo grabada la emoción del día del partido, la imagen del cristo moreno en el camarín, las velitas misioneras en cada puesto, las oraciones y el llanto de los jugadores y los hinchas. Cuando pasó lo de Chapecoense, yo volví a sentir lo mismo que aquel día", rememora Pancho Huerta, actual DT de la división sub 12 del Cacique, quien vivió 18 años en Perú, trabajó 12 en una funeraria en el país vecino y llegó a casarse incluso con Patricia (hoy su ex mujer), la hija del presidente del Alianza Lima. "El accidente que le quitó la vida a muchas personas, a nosotros nos dio una nueva, diferente", sentencia.
El cuadro aliancista de José, Parko, René y Pancho, el que supo sobrevivir a la muerte, terminaría adjudicándose aquel torneo, antes de claudicar en la final de campeones ante Universitario de Deportes, su máximo rival.
Hoy, a 30 años, los cuatro colocolinos que acudieron al rescate del Alianza gozan de un asiento de por vida en Matute, y del reconocimiento de todo un pueblo. "Yo no me siento un ídolo del club, pero sí me siento parte de algo mucho más importante que un título, el renacer de un equipo", culmina Letelier.
Y parte, también, de un acto de solidaridad histórico y sin precedentes, y del nacimiento de una hermandad inquebrantable entre dos clubes, abrazados frente a la muerte.