Es el riesgo de ganar. No saber digerirlo. Y a los jugadores de Chile, campeones de América y asombradores del mundo, les afectó de lleno. Interpretaron sus conquistas con vanidad desmedida, como si fueran consecuencia directa de su excelencia personal. Y despreciaron otros análisis más sensatos, argumentos como trabajo, unión, esfuerzo, orden, disciplina, humildad, generosidad... Todo procedía, o eso dedujeron, de la superioridad con la que había venido a tocarles Dios.
Una suicida lectura que derivó en el nocivo convencimiento de esos chicos de que estaban legitimados para hacer a sus anchas, desoír instrucciones, sobrarse ante el aplastado, desconsiderar al débil y negarle el saludo al que, en vez de dedicar reverencias, se animaba a lanzar reproches. Una forma de inventarse enemigos irreconciliables tras una simple opinión en contra y de construirse enemistades gratuitas de donde sólo había un derrotado en buena lid. De cada actuación salían esos chicos con un corte de mangas o un recado de soberbia. El yo cada vez más subido y el nosotros más lejos.
Una forma de autodestrucción que les costó ver venir a los divos y a la que contribuyeron activamente una capitanía más personal que grupal, un entrenador perdido y poco exigente y una ANFP asustadiza y complaciente. La inercia de los buenos resultados ayudó a la ceguera y multiplicó la patología. Cuando los marcadores se fueron torciendo, la corrección ya sonaba a quimera. La mejor selección chilena de todos los tiempos murió de éxito. Indigestada.