Cuando tenía ocho o diez años, la parte más emocionante de cualquier viaje a Viña del Mar, más que el consabido almuerzo en Curacaví de bistec a lo pobre, eran las canchas en Pudahuel donde los domingos por la mañana metafísicos equipos de inescrutables ligas, se enfrentaban levantando tierra café en pichangas de vida o muerte. Poco más al poniente, había unas siniestras cuevas, minas abandonadas de sapolio decía mi papá, donde vivían seres olvidados. Esos partidos de camisetas descoloridas por tantos lavados y pelotas marrones, con las costuras al límite de su resistencia, me parecían de una belleza sin explicación, pero también de una medida lógica y posible, a escala humana. Los jugadores los veías en las micros, en las calles, detrás de los mostradores o sentados en los tablones del Santa Laura.
Escribo esto, lo rememoro, porque cada vez me siento más lejos del fútbol maximalista, de las ligas multimillonarias, con jeques y plutócratas como dueños de equipos centenarios de los cuales apenas subsiste la heráldica de sus insignias, mientras sus megaestrellas se pavonean y compiten por quién tiene más jets privados, más caballos pura sangre o más modelos de Victoria Secret para exhibir. La calidad del juego y sus ejecutantes no está en duda, son cracks, atletas, malabaristas y genios. Tampoco se cuestiona la estructura de trabajo, los entrenadores súper informados y estudiosos, la fisiología propia de la Nasa, los análisis tácticos, colectivos e individuales, donde cada aspecto del juego es desglosado, clasificado e interpretado. Reconozco que si están dando un partido del Liverpool lo veo, como en otra época no me perdía el Barcelona de Guardiola, los Galácticos del Real Madrid o el Milan de Sacchi y Capello.
El tema es otro, es que no reconozco nada propio en ese fútbol Imax y el pie forzado, casi la obligación, de deslumbrarse por el espectáculo descomunal, estudiado en cada detalle, donde se prepara desde las llaves del lavatorio en el estadio hasta la secuencia con que los jugadores salen al campo. Nada está librado al azar. Es, en definitiva, un producto. Un producto de primera calidad por supuesto, con una velocidad y técnica garantizada. Con emociones intensas y jugadas antológicas a la carta. Pero, un producto al fin.
Me ocurrió hace unas semanas. Miraba los últimos minutos de Curicó con Audax Italiano en La Granja y estaba muy prendido con el juego. No pude ver el final y a la mañana siguiente encontré los últimos minutos en la retransmisión del CDF. Me prendí de nuevo, y eso que era en diferido, y enganché con el ida y vuelta de los minutos finales. Una vez terminado, cambié a un partido en directo del Manchester City (no sé si ganó 4-0 u 80-0), y confieso que me aburrí muchísimo. No había un soplo de espontaneidad y los locutores se empeñaban en convencernos, ellos ya convencidos, que estábamos viendo una mezcla de dioses y superhéroes. Que tal vez lo sean, pero a mí no me interesa.
Vengan de a uno. Me importa nada. Disfruto más el fútbol local, veo en las caras de los hinchas que van de Rancagua a Talcahuano o de Iquique a Viña del Mar gente posible, real, puedo sentir su alegría o frustración. Son concretos, no digitados, existen, están. El domingo, de hecho, estaré en Playa Ancha viendo Santiago Wanderers frente a Cobreloa. Ya lo estoy viviendo.