Desde niño, siempre entendí que el puesto de arquero exigía ciertas condiciones de las que no cualquiera podía ufanarse. No hablo de un tamaño acorde con la función, ni de los buenos reflejos, ni siquiera del sentido de la ubicación que, en alguna medida, pueden ser determinantes para cumplir con éxito la tarea asignada. Me refiero más bien a un muy particular perfil sicológico, casi un desajuste mental, un cóctel diseñado con porciones de arrojo, masoquismo y locura. ¿De qué otra manera podía entenderse, en esos días de la infancia, el querer que a uno lo agarraran a pelotazos? En mi caso, ni siquiera el ejemplo de grandes porteros como Dino Zoff, Sepp Maier -históricos guardametas de las selecciones de Italia y Alemania, respectivamente- o el mismísimo Loco Araya -custodio del arco de Palestino, quien, cuando el partido era flojo, se sentaba en el travesaño para ver las acciones y sobrellevar el aburrimiento- fue motivo suficiente para ponerme los guantes.
Aquello resultó ser una buena decisión. El tiempo me convencería de eso a partir de historias como las del Loco Pérez, quien construyó su figura de arquero con lágrimas, sudor y sangre. Sobre todo sangre, porque no hubo partido alguno del que no saliera con sus rodillas rotas, ensangrentadas -era parte de su estilo- o la de esa foto de Pepe Alvujar en la que congela el momento exacto en que la pelota se hunde en la cara de Juan Carlos Docabo -para eso, mejor seguir corriendo pegado a la línea de cal-.
Haciendo memoria, las historias de arqueros que más me han marcado son historias tristes, casi trágicas, partiendo por la de Moacyr Barbosa, el arquero de la selección de Brasil que perdió la final del 50 ante Uruguay. A pesar de ser uno de los mejores porteros de la historia del país mais grande do mundo, su recuerdo está ligado al día en que los brasileños no pudieron celebrar en casa su primer título mundial. Se le responsabilizó del gol que dio el triunfo a los charrúas. Esa tarde nefasta -la única dentro de una carrera llena de luces y aplausos- lo persiguió de por vida. Una vez se quebró al ver cómo una madre le decía a su hijo mientras lo indicaba con el dedo: "Ahí va el hombre que hizo llorar a todo un pueblo". Y años más tarde, en la víspera del Mundial de Estados Unidos, cuando quiso visitar a su selección para desearle suerte, el técnico Mario Lobo Zagallo lo echó del lugar porque, según él, atraía la mala fortuna. Poco antes de morir, dijo una frase que resumió su vida: "En Brasil, la pena mayor que establece la ley por matar a alguien es de treinta años de cárcel. Hace casi cincuenta años que yo pago por un crimen que no cometí".
Otro arquero que vivió un capítulo triste bajo los tres palos fue el portero de las selección peruana Eusebio Acasuzo. Cuando su país disputaba con Chile el repechaje para el mundial de México 1986, Acasuzo tuvo una jornada para el olvido. En un gran momento de su carrera, con muy buenas actuaciones a nivel de selección, se comió tres goles en los primeros veinte minutos del partido contra Chile, en Ñuñoa. Todo el estadio se burló de él, el técnico lo reemplazó al cabo del tercer gol, nunca más volvió a ser convocado a una selección y muchos lo acusaron de haber sido sobornado.
Cuando no, el ingenio se convierte en bullying. Al gran Misael Escuti, custodio de La Roja que fue tercera del mundo en 1962, siempre le penó una noche de enero de 1954. En esa ocasión, Colo Colo enfrentó al Partizán de Belgrado. A Escuti le encajaron siete de los ocho goles que marcaron los europeos, un sustituto recibió el octavo; fue 8-4 a favor del Partizán. Desde entonces, pasó a ser el Ciego Escuti, un apodo demoledor que lo acompañó hasta su muerte.
A ese club insigne de arqueros malditos acaba de ingresar el último sábado Loris Karius.