Yasmani Acosta ha sufrido en la vida. Un día decidió que no quería más con el régimen castrista y, pese a las trabas que le iban a poner de ahí en adelante y que buena parte de su familia se quedaría en la isla, aprovechó un torneo en el extranjero para quedarse. Para huir de Cuba.

Ese país era Chile, sede del Panamericano de 2015 que lo vio aterrizar en Santiago y dejar vacío su asiento en el avión en el vuelo de regreso. Chile, nación de su buen amigo Andrés Ayub, el mejor luchador chileno, que lo animó a quedarse en Santiago.

El cubano comenzó entonces una nueva vida. La esperanza se llamaba nacionalización y el medio sería la ayuda de la familia deportiva local, a quienes prometía preseas en competencias internacionales. Medallas para Chile en lucha olímpica.

El plan se ralentizó hasta la desesperación para Acosta, quien veía cómo sus días de entrenamiento, sus períodos de preparación, terminaban en nada. Sin nacionalización, no podía competir por Chile.

De todas maneras se ha puesto la camiseta nacional. Impedido de participar en el circuito olímpico, sí ha entregado al país las primeras medallas en otras competencias, aprovechando que la Federación Internacional de Lucha no exige la nacionalización.

Así, ya ha conseguido cuatro metales: plata en los Panamericanos específicos; oros en el Gran Premio de España y en el de Rumania, y bronce en el Mundial de París.

A la espera de los últimos trámites y esperanzado también de que pueda optar a los beneficios del Plan Olímpico, Acosta se aferra cada día más a la bandera chilena. Cueste lo que cueste.