Hace unas semanas, el diario trajo la noticia de la muerte de un turista estadounidense que había intentado hacer contacto con una tribu de la isla Sentinel del Norte. Sus habitantes no solo viven separados de India -el país al que pertenece-, también del resto del mundo y rechazan cualquier acercamiento. Hace algunos años, un equipo de televisión sobrevoló la isla para filmar a la tribu; los indígenas respondieron lanzándole flechas a ese pájaro de metal; las mismas flechas que hace unas semanas acabaron con la vida del turista estadounidense. Es una tribu autárquica que sigue viviendo como en la Edad de Piedra, con sus propias reglas y códigos, y que de no mediar un imprevisto seguirá así hasta su extinción: aislada y salvaje.
Hago este apunte a propósito de la final de la Copa Libertadores disputada ayer en el Santiago Bernabéu, entre Boca Juniors y River Plate. No por que crea que el fútbol, al igual que los habitantes de la isla Sentinel del Norte, conformen una tribu aislada, sino precisamente por lo contrario. Si entendemos la palabra tribu en función de uno de los conceptos que le atribuye la RAE a la palabra -el de grupo de individuos con alguna característica común- estaremos de acuerdo en que la tribu del fútbol es, probablemente, la más extendida, transversal y fervorosa que puede existir sobre la Tierra, y en esto incluyo también a las tribus religiosas.
El fútbol, lejos del aislamiento, ha establecido una organización compleja que no sabe de límites ni fronteras. A diferencia de lo que ocurre en las religiones, que articulan su discurso en torno a un libro único, el fútbol es una tribu que se propaga y visibiliza aprovechando las páginas de diarios y revistas, las señales de televisión, los sitios web, las paletas publicitarias. Si en su momento la religión católica tuvo 12 apóstoles, el fútbol tiene un ejército interminable de cronistas, columnistas y reporteros que supera con creces a esos 12 evangelizadores y que se encarga de concientizar a fieles y escépticos respecto de las bondades de este credo.
Su ritual de domingo hoy se extiende a diferentes días de la semana y se prolonga en la sobremesa familiar, en las conversaciones de café y bar, en las del taxista o el colectivero con sus pasajeros, en la reunión gerencial, en la colación de los universitarios, en el diálogo entre el peluquero y su cliente.
No sé cuánta gente vio la final de Copa Libertadores por televisión, pero cuando menos el estadio ofrecía sus 80 mil butacas repletas, y los diarios de España y el mundo desplegaron en primeras páginas el encuentro entre los dos grandes de Argentina, dejando atrás la barbarie de los días previos en Buenos Aires.
Más allá de los reproches que uno puede hacerle a los extremos que la pasión que el fútbol es capaz de desatar, el River-Boca en suelo español dejó en claro el poder de este deporte. Es cierto que la actividad vivió un sisma del que aún hoy hay secuelas, fruto de la corrupción de sus dirigentes, pero aún así ese fervor por el juego, esa capacidad para sacudir emocionalmente a millones de personas no lo tiene ni la política ni la religión, quizá la música, desde cierta perspectiva, pero nunca es tan masivo y multitudinario como ocurre con el fútbol.
Tal vez por lo mismo, por lo que significa, sea más urgente que nunca protegerlo. No sé si es demasiado tarde, no sé si me estoy dando cuenta cuando ya los hechos están consumados. Por instantes envidio a esa tribu de la isla Sentinel del Norte. A veces creo que todo sería distinto si en su momento hubiéramos defendido a fuerza de flechas lo que más queríamos. Mientras veo el alargue de la final de la Copa Libertadores quiero convencerme de que aún es tiempo.