¿Existirá un campeón como Roger Federer? No sólo lo pregunto por los números, sino que también por su forma de encarar la vida. No recuerdo una frase altisonante en toda su carrera. Puede haberla, pero lo dudo. Tampoco alguna polémica o alguna pelea por celos con otro jugador o algún escándalo por enfrentarse a los árbitros o a la organización de un torneo. En estos tiempos de excesos e idolatrías descontroladas, el suizo es perfectamente ajeno a las redes sociales y la hojarasca de la web. No se exhibe, no aparenta, no se ensalza, no se compara con nadie. Incluso su mujer podría ser una europea cualquiera, lejos del arquetipo de supermodelo que parece ser una obligación entre los deportistas de élite y fortuna.
Federer se dedica a jugar. Sólo eso.
Alguna vez, cuando estaba en el pináculo de su carrera y sin sospechar la riada que se venía, Tiger Woods confesó que el único que podía entenderlo era Roger Federer. Esa obligación de ganar, de hacerlo todo bien, de nunca desentonar, de ser perfecto, de estar por sobre todo. A Tiger parecía atormentarlo y finalmente sucumbió. Federer, en cambio, lleva 15 años moviéndose cómodamente con la más alta presión. Sólo las lesiones han impedido que sus números sean aún más rotundos.
Pero hay algo más. Se llama vocación. Al contrario de muchos talentosos, genios de sus disciplinas, estrellas inmortales, a Federer le gusta lo que hace. Y lo disfruta. Pero le gusta, además, ganar en serio. Contra los mejores, aunque sean 10 años más jóvenes. Como muchos pudo, hace varios años, pasar a un cómodo retiro, disfrutar de su fortuna y trabajar en cualquier cosa: comentarista, gerente, diseñar ropa deportiva, ir por el mundo dando charlas motivacionales. Por ahí escribir una autobiografía y que su vida se convierta en una miniserie de Netflix o jugar el circuito de veteranos sin despeinarse. En definitiva, hace tiempo que pudo echarse en los huevos y mirar su obra con merecida satisfacción.
Pero él no puede consigo mismo. Necesita desafiarse al máximo nivel, poner su prestigio en juego cada semana, enfrentar a un imberbe de 22 años, lleno de energía, sin duda más rápido, más fuerte y más hambriento de gloria que él. En vez de estar jugando en alguna estación veraniega frente a un cuarentón al que sabe puede matar a palos, se mete de cabeza en el infierno del Abierto de Australia, contra un grupo de asesinos que lo único que quieren es robarle un poco de su gloria.
Pero hay algo más: al ganar la final a Cilic, llora. Como si estuviera debutando, como si fuera su primer título, como si nunca hubiera ganado nada. Podríamos decir acá que es el más grande de la historia. Sin dudas lo es. ¿Le importa a Roger Federer eso? Yo creo que está más preocupado del rival que le toca en la primera ronda del próximo torneo.