Ni el más acérrimo hincha de la Roja imaginó un estreno tan contundente en Brasil. El categório 4-0 que Chile le propinó a Japón recuperó confianzas, le dio algo de crédito a Reinaldo Rueda y al mismo tiempo le da la razón a quienes sostienen que este grupo de jugadores, encerrados un par de semanas, retroalimentándose de sus vivencias y absorbiendo las críticas externas como combustible, aparece como un rival temible al que nadie quiere enfrentar. Que cuando se lo proponen, son muy competitivos. Siempre apegados a un libro que aprendieron a leer con Bielsa y terminaron de madurar con Sampaoli. La vuelta a las raíces de la Selección fue en el momento justo. No por nada, en los últimos tres torneos cortos, ganó dos (Copa América, Copa Centenario) y en el restante fue finalista (Copa Confederaciones).

Dicho esto, queda abierta la discusión sobre el despertar futbolístico de la Roja. ¿Mérito de los jugadores o del entrenador? Para lo bueno y lo malo que mostró la Selección hay responsables, aunque después de una goleada queden en la retina más los aspectos positivos. En ese sentido, la vuelta a las raíces de la Generación Dorada, con un fútbol a ratos vertiginoso, con mucho volumen ofensivo, con recuperación en campo rival por largos pasajes y una capacidad de transformar en gol un alto porcentaje de los ataques, puede parecer más una influencia de los futbolistas que algo surgido del libreto táctico del colombiano. El equipo que jugó en el Morumbí se pareció mucho a un combinado de Bielsa o al de la primera etapa de Sampaoli, que a un cuadro fundado en las bases teóricas del caleño.

Repasando el partido ante los asiáticos, el plan táctico y estratégico de Rueda debió modificarse rápidamente. Los primeros veinte minutos fueron de una ida y vuelta incesante. En jerga boxística, Chile salió a intercambiar golpe por golpe. Y aunque no pasó mayores zozobras defensivas, el equipo sentía el ahogo de recorrer muchos metros. La pelota se recuperaba en área propia, desgastando innecesariamente a los volantes, que debían retroceder demasiado en el campo para iniciar la fase de ataque.

Entonces, apareció el primer síntoma de la recuperación de la memoria. Entendiendo que no se podía jugar siempre a toda velocidad, Chile posicionó a los tres volantes en campo rival para no dejar maniobrar a los japoneses y a partir de esa recuperación rápida, quedar con pocos metros por delante para elaborar el ataque. Y aunque se tomaron en algún momento malas decisiones en las cercanías del área japonesa, la Roja inició un asedio constante, con poca pausa y mucho vértigo, como en el viejos tiempos. Justamente lo contrario del estilo Rueda, pero al que debió someterse ante un ADN que parece irrenunciable para los jugadores. El estilo futbolístico podrá incorporar matices, pero lo que este plantel asume es que para ganar se deben correr riesgos y en esa ruleta rusa es cuando más cómodos se sienten.

Con prisa, sin pausa

Un detalle que no pasó desapercibido en la Copa América Centenario fue una fuerte discusión que tuvieron Gonzalo Jara y Alexis Sánchez camino a los vestuarios del partido ante Panamá. La Roja venía de hacer dos malos partidos ante Argentina y Bolivia, y ante los centroamericanos se jugaba seguir en carrera. Aunque no pasó a mayores, testigos del incidente reconocieron que dicho episodio cambió la historia del equipo en Estados Unidos. Y para bien. Porque horas después del partido, el plantel se encerró y se dio cuenta que jugando como lo estaban haciendo, se devolvían temprano a casa. Aquel mensaje se lo transmitieron también a Pizzi, entonces técnico de la Roja. Lo que vino después es conocido: 7-0 a México y dos partidos después la consagración frente a Argentina.

En la larga concentración en Brasil, los diálogos entre los jugadores y el cuerpo técnico se reiteraron varias veces. El plantel le dejó claro a Rueda que estaba convencido en su trabajo y que tenía todo su respaldo. El colombiano no solo se mostró agradecido por el espaldarazo, sino que les reiteró su confianza en la capacidad individual de cada uno. Allí el pacto quedó sellado. Viejo zorro, el entrenador dio su brazo a torcer para el regreso de Eduardo Vargas después de un año desterrado por un acto de indisciplina en Estocolmo, y les dejó en claro que no haría demasiadas modificaciones al estilo agresivo y vertiginoso que tantos éxitos cosechó. Eso sí, les reconoció que habría algunos cambios en la forma de jugar, pero sin alterar el ADN.

Entonces, la velocidad y sorpresa por las bandas, un sello indeleble que se adquirió desde la época de Marcelo Bielsa, se potenció en esta Copa con la incorporación de Fuenzalida. Pero no precisamente para que el Chapa fuese protagonista, sino para darle una variante a Isla en el retroceso. La ductilidad táctica del capitán de la UC, amén de asumir un rol secundario siempre necesario en un plantel, le da al Huaso un respiro necesario en medio de tanta búsqueda de la línea de fondo. Es cierto que el físico ya no es el mismo y la cantidad de incursiones van disminuyendo con los años, pero Chile necesita del desdoblamiento del jugador del Fenerbahce casi tanto como la agresividad con y sin balón de Vidal y Aránguiz.

A partir de los carrerones de Isla, Chile suma confianza y una variante que casi siempre le cuesta descifrar a los rivales. Y a partir de esa generación de espacios, viene el crecimiento en el área de Vargas y Sánchez. No sólo porque suman un potencial asistidor, sino que la defensa del rival se ve obligada a ocupar el ancho de la cancha, lo que deja huecos entre los zagueros, siempre muy apetecidos por los goleadores históricos de la Roja.

Es cierto que Chile perdió esa fluidez para salir desde el fondo, producto de incorporaciones de futbolistas que le dan otras características, partiendo por Arias y Maripán. Pero es la incorporación de Erick Pulgar la que reordenó la estructura de la Roja cuando tiene el balón en la primera fase. El jugador del Bologna prácticamente no participa del armado y solo se involucra cuando no hay otra opción de pase para los centrales. De hecho, a diferencia de años anteriores, los laterales no salen lanzados a la zona del medioterreno para sumar hombres en esa zona y evitar la presión alta del rival. Nadie se pone colorado si se juegan tres o cuatro pelotazos largos desde el fondo. Es quizás el rasgo más diferenciador de un equipo que con los años incorpora matices, pero que sabe que para ganar y ser competitivo debe siempre volver a las raíces.