El 13 de junio de 1982, el mundo se paralizó, como suele pasar cada cuatro años. Ese día, aunque en el planeta, y más todavía en Chile, aún se sentían con fuerza los efectos de la crisis económica que había comenzado dos años antes, las miradas se enfocaron en España. Puntualmente, en el Camp Nou de Barcelona, donde, después de la ceremonia inaugural, encabezada por el rey Juan Carlos I, se produjo una situación mucho más histórica y significativa: el debut de Diego Maradona en una Copa del Mundo. A Argentina le correspondía el privilegio de abrir la fiesta, en su condición de campeón de la versión disputada en su país, en 1978. El Pibe de Oro, en tanto, tenía en sus pies la oportunidad de vengar el desaire que había recibido de César Luis Menotti, el mismo técnico que ahora le daba instrucciones desde el borde de la cancha. El discreto estreno de la Albiceleste, que cayó por 1-0 frente a Bélgica, terminaría siendo un presagio, también, de la presentación que cumpliría el mejor futbolista del planeta en ese certamen, del que, más adelante, se iría expulsado y con la habitual controversia que rodeaba sus actos.
La participación de Chile en la justa fue un bochorno. La Roja había cumplido una impecable campaña en las Eliminatorias, al que clasificó después de ganar el Grupo 3 en Sudamérica invicto y sin recibir goles. El ambiente triunfalista instaló la idea de que el equipo de Luis Santibáñez estaba preparado para convertirse en protagonista en España y el propio entrenador invitaba a sus detractores “a subirse al carro de la victoria”, una expresión que los resultados en el Viejo Continente le hicieron rebotar en la cara. En la cita planetaria, la fantasía se derrumbó: Chile perdió sus tres partidos y el único recuerdo que quedó fue el penal que Carlos Caszely falló en el debut frente a Austria, en el Carlos Tartiere de Oviedo. Hasta hoy, el Rey del Metro Cuadrado intenta dejar atrás el estigma. “Nunca nos creímos favoritos. En la interna nunca se habló de esa manera, más allá de que siempre la ilusión diga otra cosa. Pero nosotros no. Desde el 62 no habíamos pasado la primera ronda. Entonces, de mala forma íbamos a pensar así. Nos equivocamos quizás en no poner paños fríos”, admite Mario Soto, integrante de ese plantel. “Era una Selección que generó mucha esperanza. No se rindió de acuerdo a lo esperado. No replicamos lo bueno que veníamos haciendo”, coincide su compañero Rodolfo Dubó. “Hubo muchas expectativas en torno a algunos jugadores. Está escrito. Los avalaba el rendimiento en Sudamérica y allá lo bajaron. El resto, que se mantuvo, no fue suficiente. Pero, insisto, esto es un equipo”, insiste el referente histórico de Palestino.
Nombres para soñar, en rigor, había. Elías Figueroa, considerado, hasta entonces, indiscutiblemente como el mejor futbolista chileno de la historia, lucía el aval de haber sido elegido como el Mejor Futbolista de América en tres oportunidades, aunque ya enfrentaba la recta final de su carrera. Y había en otros casos, como el de René Valenzuela, en que fue el mismo Santibáñez quien elevó la apuesta, pronosticando que sería el mejor stopper del torneo. “Valenzuela dice que Luis Santibáñez no está equivocado y que el Mundial le dará la razón”, respondió el penquista, hablando de sí mismo, en tercera persona. Pero había más. Caszely se candidateó como goleador del Mundial y dio a Chile como campeón, Mario Osbén como uno de los tres mejores goleros y Patricio Yáñez se puso en una terna junto a Zico y Maradona como mejor jugador.
La irrupción de Eduardo Bonvallet como comentarista deportivo puso en el tapete, años después, varias situaciones que en el seno del plantel que dirigía el robusto técnico descartan tajantemente. “Nunca arrugamos. Quizás no estábamos preparados o nos equivocamos en los trabajos, pero el nuestro era un equipo fuerte, con personalidad. Si no lo dijo en el camarín, no vale. Nunca vi a algún compañero tiritando al entrar a una cancha de fútbol. Que se cagara, como dijo Eduardo. Eso no”, dice otro futbolista que integró ese plantel.
El tiempo aún no es suficiente para desmitificar situaciones, como la presencia de militares en la concentración, que se desarrolló en el Colegio Meres, en Oviedo, o el tedio por una concentración que duró cinco meses y que se aliviaba con torneos de cartas, taca-taca y tiro a la rana. O para reconocer otros, como una alimentación ‘casera’ y generosa, que produjo problemas en el peso de los jugadores, o la incomodidad por alojarse en un establecimiento educacional y no en un hotel. “Hay muchas cosas que son anexas. A mí no me afectó, aunque es cierto que era tedioso. Era un colegio y no podíamos ir ni al baño tranquilos, porque había policías”, sostiene Dubó.
Lo que más dolió, en cualquier caso, fueron los resultados. Al revés en el debut se sumaron la caídas ante Alemania Federal, en alguna medida predecible, y Argelia, que no estaba en ningún cálculo. “Queda ese sabor amargo, pero para mí fue un enriquecimiento haber ido, aún perdiendo. Igual se le saca provecho”, se anima a evaluar Mario Soto. Al histórico central de Cobreloa le tocó vivir una anécdota. En pleno duelo con Argelia, en el que la Roja caía por 3-0, Santibáñez lo mandó al campo de juego. Cuando el defensor le pidió al DT las instrucciones de rigor, recibió una respuesta de culto: “Cualquier huevá, haga cualquier huevá”.
La confianza en la relación con Santibáñez permitía una prerrogativa que hoy sería más cuestionada: intervenir en las decisiones deportivas. En esas discusiones se produjo una discrepancia interna: si mantener el estilo defensivo que había dado óptimos resultados en la etapa preliminar o apostar por un diseño más agresivo. “Hubo dos jugadores que decíamos que había que mantener la forma. A Austria lo salimos a buscar y nos mató de contragolpe”, recuerda Soto. Aunque se intentó introducir correcciones en los partidos siguientes, nada bastó para mejorar la paupérrima imagen ni menos el registro, que terminó siendo histórico: fue la peor presentación de la Roja en un Mundial.
El fiasco y el jeque
El torneo ofreció varias particularidades. De hecho, fue el primero que recibió a 24 combinados nacionales, lo que llevó a modificar el formato: se disputaron dos liguillas y una fase final. Se habilitaron 17 estadios en 14 ciudades. Si la inauguración había sido en la Ciudad Condal, el cierre tenía que producirse en Madrid. Y si el Camp Nou había sido el elegido para escenificar el puntapié inicial, el pitazo final se escucharía en el Santiago Bernabéu, con la Italia de Paolo Rossi consagrándose como la mejor selección del mundo; el Bambino de Oro, como el goleador, con seis anotaciones, y mejor jugador del certamen; y con el país de la bota añadiendo el tercer título global a sus vitrinas, después de los de 1934 y 1938.
Si aún faltaran elementos peculiares, estos ya se habían producido un poco antes de que el balón comenzara a rodar. El 16 de enero de ese año, en el Palacio de Congresos y Exposiciones de Madrid, en una pomposa ceremonia que fue vista por unos 500 millones de telespectadores en una época en que la televisión en colores se abría paso, se realizó el sorteo de los grupos. A los organizadores se les ocurrió ocupar los bolilleros gigantes que se solían utilizar en la lotería nacional y fueron los niños de San Ildelfonso los encargados de extraer y, literalmente, cantar cada una de las esferas que contenían los nombres de las selecciones. La ceremonia estaba correspondientemente ensayada, pero, el día de la verdad, todo falló, al punto que de que en plena ceremonia una de las bolas quedó atascada y se rompió. Con una fórmula artesanal, dos funcionarios salieron a solucionar el percance.
Incluso en España reconocen el fiasco organizativo, que se extendió a otros factores. Naranjito, la mascota del Mundial, no le gustó a nadie. El evento produjo millonarias pérdidas, atribuibles a gastos desmedidos. Ni siquiera el equipo anfitrión lo pasó bien, pues debió concentrarse en los Pirineos, con la custodia de un grupo de elite de la Guardia Civil, ante el temor de ser objeto de atentados por parte del grupo separatista ETA.
Hubo, también, episodios pintorescos, como la anulación de un gol a Francia en una situación absolutamente irregular. En Valladolid, justo cuando Michel Platini habilitaba a Alan Girese, quien marcaría el que sería el cuarto gol de la victoria sobre Kuwait, se escuchó un pitazo que paralizó a los jugadores árabes. Sin embargo, aunque el gol era insignificante para el resultado, dio pie para una de las situaciones más pintorescas que se recuerden en una Copa del Mundo: desde la tribuna bajó el jeque Fahid Al-Ahmad Al-Sabah, hermano del emir de Kuwait y presidente de la Federación de Fútbol, quien les pidió a los jugadores que abandonaran el campo de juego. Como no le obedecieron, llegó hasta la cancha y llegó a reclamarle directamente al juez soviético Miroslav Stupar quien, increíblemente, atendió sus argumentos y terminó invalidando la conquista. Muchos consideran la situación como antecedente del VAR.
Stupar sacó la peor parte en el enredo: perdió la licencia FIFA con lo que quedó impedido de dirigir encuentros a nivel internacional. Con la autoridad árabe, en cambio, fue bastante más benevolente: apenas 10 mil dólares de multa. El dirigente murió en la Guerra del Golfo Pérsico.