Las malas artes
Hace algunos años, en un programa que conducía José Alfredo Fuentes -creo que era Éxito-, el actor Daniel Muñoz interpretaba a un personaje que era maldad pura. El Malo -así se llamaba- lucía una chaqueta de cuero negra, una cicatriz que le cruzaba la cara y una barba de tres días, descuidada. La fuerza del personaje residía en su actitud irreverente, en el desapego a las normas y en el detalle de las malas acciones que era capaz de ejecutar. La maldad que profesaba llegaba a tal extremo que terminaba moviendo a risa.
No tengo muy claro a qué obedecía la empatía que el personaje generaba en el público. Si bien la interpretación de Muñoz y el ingenio del guionista hacían lo suyo, siempre creí que en el trasfondo del fenómeno había una relación tan íntima como inconsciente entre el potencial de maldad de los propios espectadores y la lógica del mal que el personaje destilaba a través de la parodia.
Los episodios protagonizados por algunos hinchas de la Universidad de Chile en los últimos dos partidos -exhibieron pancartas y lienzos aludiendo con sorna a la muerte de Raimundo Tupper ocurrida hace ya 23 años, como una forma de hostigamiento a los simpatizantes de la UC-, muestran, ya no en plan de parodia, un ejercicio de la maldad que revela, entre otras cosas, una suerte de patología que en ciertos grupos de nuestra sociedad está bastante extendida: la imposibilidad de empatizar con el otro.
Con distintos niveles de violencia, esa imposibilidad de empatizar con los otros se advierte en la Iglesia Católica respecto de las víctimas de abusos sexuales a manos de miembros del clero; en ciertos reductos machistas respecto del discurso feminista; en la resistencia y xenofobia contra los inmigrantes; en la posición de muchos respecto de las reivindicaciones del pueblo mapuche. En todos estos casos, no hay espacio para ponerse en el pellejo del otro, para ver la realidad con la mirada del que está del otro lado. Invariablemente, lo que asoma es la descalificación o el ataque virulento que busca dañar o debilitar la posición diferente.
De cualquier manera, esto no es nuevo en el fútbol. Lo hemos vivido en diferentes niveles y momentos. Sin ir más lejos, en 2013 algunos hinchas de Curicó Unido protagonizaron un espectáculo lamentable al festinar con lienzos y gritos en el estadio la muerte de 16 hinchas de O'Higgins fallecidos en un accidente automovilístico en Tomé. En esa misma lógica califican otros episodios, ya sea de racismo contra jugadores de piel negra -un ejemplo: los insultos proferidos contra el futbolista Emilio Rentería, en 2014- o de xenofobia, con motivo de encuentros contra selecciones de otros países -de hecho, el país ha sido sancionado por esto.
SI bien es cierto es posible tomar esta situación como un problema que trasciende las fronteras del fútbol, es vital que la autoridad sancione a los responsables no solo con una prohibición de ingreso a los estadios sino también con algún gesto reparatorio que además de ir en beneficio de los hinchas cruzados sea extensivo para todos quienes nos sentimos violentados con este tipo de situaciones.
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