Lleva 20 grandes alzados, seis en Australia, y aún tiembla como si fuera la primera vez. Y se le rompe la voz a cada poco mientras trata de pronunciar los agradecimientos. Finge una sonrisa como mecanismo de defensa, pero no resiste. Llora. Busca segundos de complicidad en el silencio, toma aire para vencer la sensación de ahogo, pero no hay manera de sujetar las emociones. O no las encuentra, por más que traga saliva y trocea un discurso protocolario de ganador que finalmente no tiene nada de protocolario. Federer llora. Melbourne le aplaude a modo de socorro, le vitorea, pero el campeón no sale de ahí. Llora. Y al nombrar a su equipo, no puede más. No logra pasar del "my team, thank you".

Es lo último que acierta a decir antes de rendirse, de dejarse ganar por las lágrimas. Se abraza a su copa y ya sí llora sin contenerse, a gusto. Y pone a todos a llorar con él. Contagia. Suena brutalmente convincente . Y convierte la escena en el momento inolvidable de su 30ª final de Grand Slam, muy por encima incluso del rato de tenis del bueno que ha vuelto a brindar, de esos golpes de derecha que no envejecen, del juego más elegante del mundo .

Si alguien podría tomarse la gimnasia de levantar un trofeo como un ejercicio rutinario ése es Federer. Pero no. Al tipo de hielo y cerebral capaz de leer y jugar los partidos como nadie, de domesticar al rival que se le pone por delante (da igual el tamaño) o de administrar sabiamente el calendario para engañar a la edad, le resulta imposible manejar el protocolo posterior de la coronación. Ni por la fuerza de la costumbre.

El extraterrestre en lo máximo se vuelve el más mortal de los humanos en lo mínimo. Con la raqueta o sin ella, su Majestad sobrecoge. Tras desmentir su carnet de identidad unas cuantas veces, el tenis se pregunta a estas horas hasta cúando podrá durar ganando este señor. Pero no está de más la otra interrogante: cuántos títulos más le hacen falta para que vencer no le conmueva tanto. Lo ha ganado todo, pero Roger sigue llorando. Y eso respira respeto.