Pizzi eleva sus manos para intentar despertar al equipo. Como simulando un vuelo. Quizás ya no quería estar más ahí como técnico de la Selección. Paulinho acaba de abrir la cuenta y todo el equipo chileno mira el piso. Bravo intenta un tibio reclamo al árbitro, para quizás esconder su grueso error tras el tiro libre de Dani Alves. Sus compañeros no lo quieren mirar. Macanudo continúa con su aspaviento, pero nadie lo ve. O quizás nadie quiere hacerlo. El técnico se queda solo, sin que nadie le preste atención.
Sería el principio del fin de la Roja en Sao Paulo. El principio del fin para Pizzi como seleccionador. Nadie lo puede creer en la cancha. Ni los jugadores ni el entrenador. Tampoco los hinchas, que repartidos por el Allianz Parque viven su propio funeral. Para colmo, recibiendo las burlas del público brasileño, al son del grito: "e-liminados, e-liminados". Si hasta Valdivia se convirtió en blanco predilecto de los torcedores, quienes le recordaban su paso por Palmeiras. Un verdadero calvario para todos, especialmente para aquellos que abrazaron la gloria en todos estos años.
El golpe de nocáut vendría apenas algunos minutos después, con la conquista de Gabriel Jesús. Ahí Pizzi quería irse del estadio. Los jugadores también, aunque no sin antes darle un par de patadas a Neymar, provocador hasta el cansancio. Pizzi ya no repartía instrucciones. Y el equipo, a la deriva, no sabía qué hacer en la cancha. Una radiografía clara de lo que fue esta Selección después de la Copa Confederaciones. Sin ideas. Sin alma.
Pizzi no daba señales de vida. No despertaba. Su particular vía crucis, eso sí, había arrancado con el pitazo inicial de Roddy Zambrano. Desde ese momento no dejó de caminar de un lado a otro del área técnica. Veintidós pasos para un lado. Veintidós pasos para el otro. Como una terapia de autocontrol. Como una cábala. Sólo él lo sabe. Eso sí, de alguna indicación hacia el campo de juego, muy poco. Casi nada, salvo cuando se le acercaba su ayudante Manuel Suárez para marcarle algunas correciones.
Y mientras el partido se jugaba durante buena parte a un ritmo parsimonioso, con Brasil haciéndolo ver como un entrenamiento, con Chile jugando a no perder sin otra idea que hacer pasar el tiempo, Pizzi seguía su rutina. Veintidós pasos para la derecha. Otros veintidós para la izquierda.
En ese transitar andaba cuando, de pronto, le prestó atención a la voz del estadio. Era el tercer anuncio de gol. Había anotado Argentina. El segundo de Messi. Ahí levantó la vista y de inmediato le puso freno a la marcha. Lo sacó de su trance. Y de paso, también apagó a los hinchas chilenos, quienes hasta ese momento cantaban como si el partido estuviese dos a cero a su favor.
El encuentro en esa primera parte claramente no era bueno. Algún lujo de Neymar, varios de ellos solo para la galería. Entre tanta pelota perdida, Aránguiz hacía lo imposible para soportar el dolor. Su presencia, entendía Pizzi, era clave aún cuando estaba evidentemente disminuido. Cada quite del Príncipe era seguida de un aplauso del técnico, como una forma de agradecimiento por el esfuerzo realizado de saltar a la cancha en esas condiciones. Aguantó todo el primer lapso.
Pero salió Aránguiz y despertó el monstruo. Sin previo aviso. Porque Brasil, a diferencia de lo que se preveía, se lo tomó en serio. Y bien en serio. Y Chile nunca lo vio venir. Ese gigante vestido de amarillo, que en una ráfaga le regaló a su público dos goles. Que de paso sentenciaron la suerte de Chile. Y también de Pizzi, que seguía caminando de un lado a otro. Veintidós pasos para un lado. Veintidós para el otro. Como buscando la puerta de salida. El último carrerón de Gabriel Jesús rumbo al tercer gol ya no lo vio. Su alma ya estaba fuera del estadio. Ahora, los 22 pasos serían rumbo al camarín.