Columna de Juan Cristóbal Guarello: Los corpóreos
El sábado pasado, en el preciso instante en que el bus de Boca Juniors era apedreado de forma implacable por decenas de hinchas de River Plate, a unos miles de kilómetros de distancia, en el cada vez más deshabitado campamento de El Salvador, una imagen ingenua, acaso anacrónica, era registrada por la cámara de un espectador: la mascota de Cobreloa, el Zorro, y la mascota de Cobresal, el minero Cobresalito, se tomaban de la mano minutos antes de que ambos equipos se enfrentaran por la primera final de la liguilla de ascenso de Primera B.
Más de dos mil personas llegaron al estadio El Cobre, una multitud desusada para los tiempos que corren en el campamento minero. El duelo fue, como era previsible, intenso, duro y lo pudo ganar Cobresal después de mucho batallar. Un partido de fútbol: con la dosis de intensidad precisa, el roce adecuado y los ripios técnicos propios de dos equipos de Primera B. La llave, como manda el resultado, no quedó cerrada y hay alta expectación en Calama para la revancha de mañana. Las once mil entradas que se pusieron a la venta se agotaron rápidamente.El contraste entre el modesto partido en El Salvador y el maximalista de El Monumental Antonio Vespucio Liberti es tan notorio, que parece que se tratara de dos deportes distintos. Y, sin embargo, son el mismo. Mientras en la final de la Copa Libertadores, que la cadena Fox infló desembozadamente como la "final del mundo", al peor estilo del porteño fanfarrón odiado en todas partes, no llegaba ni a jugarse debido a una acción escandalosa y criminal que terminó por cuestionar la sociedad argentina en cada uno de sus estratos, en el humilde partido de la B chilena dos mascotas, modestamente fabricadas con espuma plástica y tela de fantasía, tenían a bien darse la mano como buenos muñecos hermanos.
El mejor antídoto a lo ocurrido en Buenos Aires ese sábado fue el partido entre Cobresal y Cobreloa. Ante el escándalo, la prepotencia, el poder infinito y delictivo de las barras bravas, el negocio desembozado de la Conmebol y la FIFA, la sobredosis de chovinismo, mal gusto, emociones infladas y épica farsesca para hinchas del circo, nada mejor que un intenso, pero noble duelo entre dos equipos que sólo aspiran a jugar en la próxima división.
No voy a perder tiempo ni cabeza, ni tengo cómo hacerlo, de aventurar teorías antropológicas, históricas y políticas que expliquen el desastre de la final entre River y Boca. Ya van cinco días hablando de esto y habrá un buen tiempo más para seguir con la milonga. Desde antes de que se jugara todo me pareció excesivo, exagerado y de mal gusto. Y terminó como terminó.
Por eso me sentí tan reconfortado por la candorosa foto de los corpóreos en El Salvador. Alguna vez la gente fue al estadio estrictamente a ver el partido. Alguna vez, también, fue capaz de disfrutar y reconocer las bondades del rival. Reconocían, así mismo, su derecho a existir y todos convivíamos en paz. El fútbol es un juego. Cuando deja de serlo, ya no es fútbol.
Comenta
Por favor, inicia sesión en La Tercera para acceder a los comentarios.