Martes 10 de septiembre. El pitazo final del paraguayo Juan Benítez, que pone término a la deshonrosa caída de la Selección ante Bolivia, se escucha con nitidez en un Estadio Nacional que, a esas alturas, luce incluso más vacío que cuando el partido comenzó, con apenas 25 mil espectadores en las gradas. Después, de hecho, el agudo sonido se mimetiza con otro: el de las pifias que los hinchas que asistieron al encuentro con la finalidad de ver un triunfo que la historia daba prácticamente por seguro, pero que la inestabilidad de la Roja en el último tiempo ya se animaba a poner en duda.
La silbatina es para todos, pero se hace más intensa en el camino de Ricardo Gareca hacia los vestuarios. Los hinchas buscan culpables y la tentación de apuntar hacia el seleccionador es alta, como suele suceder en cualquier equipo que pierde el camino. Poco importa que el que se acaba de perder ante los altiplánicos sea apenas el segundo partido que dirige el exseleccionador peruano en las Eliminatorias y el primero en Ñuñoa por la misma instancia. Menos que su llegada y los primeros aprontes hayan sido una luz de esperanza después del opaco paso de Eduardo Berizzo, otro entrenador que llegó rodeado de grandes expectativas y se fue sin cumplirlas.
Gareca plantea una abierta dicotomía a la hora de definir sus sensaciones. “En lo personal, sí la estoy pasando bien, porque me tratan bien. Chile es un gran país, muy formado, tengo todas comodidades para pasarla bien”, sostiene, en una entrevista con La Mesa del Fútbol, un programa que se emite en YouTube. En rigor, el estratega tiene un pasar cómodo en el país. Reside en el exclusivo sector de San Damián, ya está familiarizado con Santiago, al menos en lo que respecta al trayecto entre el condominio en el que habita y Juan Pinto Durán, el complejo en el que trabaja la Roja y que, cuando el equipo no está entrenando, el estratega y parte de su equipo ocupan para estudiar la actualidad de los jugadores seleccionables y analizar a los futuros rivales.
Hasta ahora, salvo la manifestación posterior al partido ante la Verde, en la calle Gareca no recibe desprecio directamente, aunque a su paso ya no cosecha los aplausos que caracterizaban sus primeros días, cuando era un símbolo de esperanza. Más bien, le miran de reojo. El consenso en torno a su figura, ampliamente notorio en su llegada, empieza a darle paso a las dudas. No son pocos los hinchas que reparan en los errores en la planificación de los partidos y en el desconocimiento del medio que el entrenador deja entrever en algunas declaraciones. El romance inicial cede espacio al celo. “Nadie lo ha puteado, ni mucho menos, pero ya lo miran con cierta distancia”, confiesan en su ámbito más próximo.
La observación siguiente del entrenador es, precisamente, la contradicción de una vida que, fuera del campo de juego, parece placentera. “Deportivamente no, porque no se han dado los resultados; en ese aspecto, no la estoy pasando bien. Chile está atravesando un momento donde necesita encontrar a una selección competitiva. Lo fue durante algunos años atrás. Y Chile siempre ha sido competitivo, lo que pasa es que le costó”, analiza en la misma entrevista. En el diálogo, también, se desliga de la obligación que se le ha cargado a todos los seleccionadores después del paso de Juan Antonio Pizzi, el último que consiguió un título, la Copa América Centenario de 2016, pero quien abrió la ruta de los fracasos, con el intento fallido de llegar al Mundial de Rusia: encontrar el recambio. “No estoy con ninguna idea de hacer un cambio generacional. Simplemente, voy convocando de acuerdo a lo que veo. No tengo ninguna intención en particular. La única intención que tengo es clasificar al Mundial”, enfatiza.
El problema, justamente, es que los resultados inmediatos tampoco se producen y la consecuencia es que la ansiedad aumenta. En los hinchas, en la opinión especializada y en sus empleadores. En la Copa América, la Roja no logró avanzar de ronda y, peor aún, ni siquiera marcó un gol. Ese derrotero ya había generado las primeras alarmas. Después del revés ante el equipo altiplánico, la señal fue incluso más elocuente: esta semana, como estaba programado, Gareca tuvo que darle explicaciones a la dirigencia de la ANFP, en la que, hasta ahí, gozaba de un respaldo inquebrantable. Tuvo que hablar derechamente con Pablo Milad. En Quilín no había espacio alguno para los cuestionamientos. Los malos resultados abrieron esa ventana. El viento empieza a filtrarse.
Gareca sabe de qué se habla cuando se menciona su nombre. Asume el descontento en torno a la campaña de la Roja. Sin embargo, el contacto con las opiniones tampoco es tan directo. Si bien ha concedido algunas entrevistas, que le han servido para tantear el ambiente, lo cierto es que los comentarios los recibe de sus colaboradores. No suele consumir medios periodísticos.
De las defensas públicas que ha recibido su gestión sí está más enterado. Por ejemplo, antes de que saliera a fustigar las declaraciones de Arturo Vidal, en la que el Rey ponía en entredicho sus determinaciones, Óscar Ruggeri le llamó para avisarle de la intervención. El Cabezón dejó claramente establecido que estaba defendiendo “a un amigo”.
Los resultados no le han alterado la rutina en lo absoluto. El lunes, volvió a Juan Pinto Durán después de un viaje a Argentina. En la semana, como en todo el ciclo, llegó a su lugar de trabajo a primeras horas de la mañana. Ahí se juntó con sus colaboradores más cercanos, Néstor Bonillo y Sergio Santín, los mismos que le flanquearon durante el partido en el Nacional. A ellos se suman los nacionales Sebastián Rojas y Matías González. Juntos establecen contacto telemático con el cuartel general que funciona en Buenos Aires y que tiene como misión preparar abundante material respecto de jugadores propios y, principalmente, de los próximos rivales de la Roja: Brasil y Colombia.
Al complejo de Macul, como desde que comenzó su era y ya adquirió conocimiento de las calles, llega conduciendo su vehículo. Nadie se le cruza. Ni para una foto, ni para insultarle.