Dentro del refranero futbolístico hay una máxima que reza: "Los muchachos ganan partidos, los hombres ganan campeonatos". Acuñada, recuerdo, en la Argentina de los 70, la frase reforzaba la idea de que para conseguir los objetivos mayores no bastaban los atributos de la juventud. Si querías apostar en grande había que apelar a la experiencia, a la templanza, a la contención. O mejor dicho, a esas virtudes que solo son posibles de cultivar a partir del paso del tiempo.
La victoria de ayer de Francia, de alguna manera, viene a ser un mentís de esa sentencia. La selección gala fue uno de los planteles más jóvenes, al punto que varias de sus figuras o no habían nacido o tenían muy pocos años de vida para cuando los galos obtuvieron su primer campeonato mundial en 1998. Mbappé aún estaba en el vientre de su madre cuando Didier Deschamps, el capitán de esa selección, alzó la Copa que los acreditaba como los mejores del mundo. Mientras que jugadores como Umtiti, Pavard, Hernández, Tolisso y Fekir -por nombrar solo a los que ayer saltaron a la cancha- ni siquiera habían aprendido a leer en ese entonces.
Aunque siendo rigurosos, hay que decir que el segundo título de campeones mundiales de Francia no pasó solo por contar con un stock de músculos jóvenes. Detrás de varios de estos jugadores hay historias de vida que los perfila como hijos del esfuerzo y la resiliencia, como eslabones de biografías familiares que han sabido más de sufrimientos y pellejerías que de la vida acomodada. En ese contexto, son futbolistas para quienes la lucha ha sido diaria, sobre todo contra el flagelo de la pobreza y todas sus circunstancias. Muchachos que, a fin de cuentas, han sabido aprovechar las pocas oportunidades que en su momento la vida les dio.
Casualmente, el miércoles de esta semana me encontré con L. No lo veía desde hacía tiempo, prácticamente de los días en que él estaba privado de libertad en un CRC -Centro de Régimen Cerrado- del Sename. Aún no completaba el primer año de condena de un total de tres. Debía andar por los 16 años. Se apuntó en un taller de escritura que impartimos con otros colaboradores porque eso le sumaba puntos para su hoja de vida. Los primeros acercamientos fueron difíciles. No era fácil superar los prejuicios ni de un lado ni del otro. De hecho, tras la tercera sesión le dimos un ultimátum: o participaba activamente o le dejaba la vacante a un compañero. De mala gana, L. accedió a hacer un ejercicio. Debía armar una historia breve a partir de la elección de cinco palabras sacadas al azar de un cesto. Según me contó el miércoles, ese ejercicio fue un momento clave en su vida. Sacó las palabras y ante sí, mágicamente, estas se ordenaron formando una historia. A partir de entonces, su relación con los libros y la escritura dio un vuelco impensado.
L. lleva un año en libertad, escribió una obra de teatro y hoy orienta a muchachas y muchachos que salen del Sename para que no recaigan en la vida que los llevó tras las rejas. Gracias a los libros y la escritura, es otro: del aspecto intimidante, los gestos bruscos y el discurso violento no queda nada. Incluso, quiere que su cambio sirva para que su familia viva la misma experiencia. 20 años y una vida nueva por delante.
Aunque suene desproporcionado, debo decir que L. comparte con Mbappé, Umtiti o Kanté no solo la edad, también una infancia vulnerable, y, por encima de todo, el saberse triunfadores de algo que no olvidarán: para los franceses, el Mundial; para L., el dejar atrás un ambiente ruin y violento donde en un momento no era posible vislumbrar futuro alguno.