Lo veo ahí, caminando con dificultad hacia la banca de suplentes, ayudado por un bastón que le otorga una carga dramática a la escena. Óscar Washington Tabárez tiene 71 años y padece de una enfermedad autoinmune conocida como Síndrome Guillain-Barré que, a líneas gruesas, afecta la capacidad de respuesta de los músculos. Sin embargo, esa patología no ha impedido que El Maestro, como le llaman, dirija a la selección de Uruguay en la Copa del Mundo de Rusia, ni menos que la guíe en una campaña limpia y aplaudida que le ha valido quedar entre los ocho mejores equipos del mundo, con aspiraciones serias para convertirse en el próximo campeón, después de 68 años de haber conseguido esa proeza (en Brasil 1950).

La imagen de Tabárez parece unida desde siempre a la selección charrúa, al punto que, puesto a hacer memoria, resulta difícil recordar a otro técnico que haya dirigido a La Celeste en las últimas décadas. Lo cierto es que El Maestro suma poco más de 12 años al mando del plantel charrúa, tiempo en el que ha conseguido clasificar a tres mundiales, llegando en uno de ellos, Sudáfrica 2010, hasta semifinales (finalmente remató en el cuarto lugar).

Más allá del éxito deportivo y del cambio que ha experimentado la imagen del fútbol uruguayo -que de ser un fútbol recio y aguerrido ha transitado hacia un fútbol de mayor impronta colectiva, con un potencial de gol envidiable-, la labor de El Maestro ha redundado en algo que excede lo estrictamente futbolístico. El diario Wall Street Journal reparó en ello y publicó un artículo titulado: Uruguay: la Sociedad de los Poetas Muertos del Fútbol. En él plantea que Tabárez se ocupa, por encima de los aspectos tácticos, de formar integralmente a sus jugadores, casi como si estuviera en uno de esos internados británicos del siglo XIX en donde los muchachos se adentraban en los recovecos del conocimiento lo mismo que en las reglas y los códigos del fútbol.

El artículo apunta: "Imparte lecciones sobre el respeto, la decencia y la importancia de los buenos modales. A pedido de Tabárez, Uruguay quizá sea el único equipo en Rusia que tiene a su escuadra de millonarios durmiendo en cuartos compartidos durante el torneo. Y toman mate constantemente".

Habrá quienes piensen que el método Tabárez no es replicable, que es más bien romanticismo puro, que el éxito de Uruguay está más en el talento de sus jugadores que en el tipo de prácticas que destaca el Wall Street Journal. Porque, ¿en qué podría ayudarles que una mañana El Maestro decida llevar a sus muchachos a un museo o dedicar dos horas para hablarles de botánica, música clásica o de la historia de los zares? A juzgar por los resultados, de algo habrá de servir: el integrar conocimientos de otras áreas, el ampliar el radio de experiencias, el respeto al trabajo propio y al del compañero -incluso el respeto a lo que hace el rival- le ha permitido a este grupo de jugadores cultivar una relación sana, conocerse mejor y entender que, en el contexto amplio de la historia del universo, son seres comunes y corrientes que se deben no solo a su talento sino también al esfuerzo personal.

El ejercicio de la modestia y el respeto que les ha inculcado Tabárez se evidencia en la arenga que dio Diego Godín a sus compañeros antes de enfrentar a Portugal: "Hoy jugamos por la madre, el padre, la familia, el amigo, el vecino, así que ningún esfuerzo es chico". O en la respuesta que dio el propio Maestro cuando un periodista le preguntó que hacía únicos a los uruguayos: "El día que nos consideremos únicos, estamos perdidos".

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