El 25 de noviembre de 2020 se guardó a Diego Armando Maradona. Quizás el mejor futbolista de la historia; seguro el más importante. Da para discutir (y si acaso) si sus maravillas con la pelota conocieron a alguien de su tamaño. Pero no admite comparación la dimensión de su figura, que va mucho más allá de la del jugador capaz de personificar un adjetivo, maradoniano, para describir el no va más de la belleza futbolística. No ha habido uno igual en mística y trascendencia, en devoción y literatura, en inspiración y carisma. La sacudida que generó la noticia de su fallecimiento en el planeta, el del fútbol y el foráneo, habla sola. El día se llevó al más grande de todos los tiempos.
O no se lo llevó, porque Maradona se queda. Ya sobrevivió a las numerosas veces que murió en vida o que amagó con hacerlo. A las criminales patadas que pretendieron sepultarlo cuando no había forma de sujetarlo sobre la cancha, a sus continuos viajes al infierno de los excesos y las barbaridades y a las ocasionales y sonadas visitas con aviso de extremaunción que acumuló en su biografía. Y también sobrevive ahora, aunque su cuerpo reciba sepultura.
Maradona seguirá ahí cuando pase esta semana de emociones, obituarios y homenajes. Su leyenda es irrompible. La del gol más bonito del mundo, aquella corrida memorable en México 86 que acabó con Inglaterra, la mejor aventura jamás contada sobre un campo de fútbol. Pero también la mano de Dios ese mismo día. La de la galopada en el Bernabéu metiéndose con la pelota en la portería tras empotrar contra el poste al madridista Juan José después del último regate. Pero también las patadas en la final de Copa contra el Athletic. Los goles revolucionarios con la camisa del Nápoles, cualquiera de ellos, pero sobre todo el del libre directo sin espacio para vencer por arriba a la barrera y caer de golpe por la escuadra (con el balón también derrotó a la física). Sus hazañas y sus pecados.
Los recuerdos serán selectivos, pero imborrables, porque hubo abundantes y de todos los colores. Como sus mil caras y sus extravagantes declaraciones, las mil formas que adoptó su cuerpo y hasta los episodios de caricatura con los que emborronó a última hora su personaje. Maradona lo abarcó todo, rozó siempre los dos extremos. Fue admirado, combatido, aplaudido, silbado, abrazado, golpeado e idolatrado. Y se volvió inmortal.
Se hablará del Diego en épocas que los de acá ya no veremos. Siempre. También cuando se pase la pena. Porque no ha habido un futbolista de su impacto y su llegada. De esa capacidad para alcanzar a tanta gente y tan variada. Su repercusión es irrepetible. Y su olvido imposible. Su cuerpo, ya castigado, se dobló a las 60 años. Habrá que aceptarlo. Pero su leyenda resiste y permanece. Maradona no se muere.