La mañana amaneció perfecta para correr. Las calles y el metro -usualmente vacíos el domingo al despertar- eran invadidos por miles de runners vestidos de azul, movidos por un deseo simple: correr, tomarse la ciudad con otros miles de corredores.
El inicio fue emocionante, con esos aviones que cruzaron frente a La Moneda desplegando columnas de humo blanco, rojo y azul. El primer kilómetro siempre se corre con un poquito de ansiedad y a partir de Avenida España los nervios se calman. Crucé los 10K, cerca del Estadio Nacional, en 45 minutos. Si lograba mantener el paso, podría cumplir el plan diseñado con mi entrenador, Mario Rodríguez Vargas: mejorar la marca de 2017 (3h 15').
Pronto me di cuenta que sería muy difícil. Mi pie izquierdo me avisó en los 12K. Me lo advirtió en la semana el traumatólogo: "Considera retirarte si no puedes tolerar el dolor", dijo al diagnosticar lesión de tendones.
Los siguientes 30K no sólo debería enfrentar el cansancio, también el dolor. Pero con el dolor, la alegría: más adelante me esperaban Tiago y León, mis hijos, y Cristi, su mamá. Hicieron una fiesta cuando pasé. "Con ese apoyo, tienes que ganar", me dijo un maratonista.
Con ese apoyo, imposible retirarse, pensé.
Alcancé los 21K en poco más de 90 minutos, y a partir de ese momento mi pie comenzó a rebelarse obstinadamente. El recorrido por Avenida Vespucio fue una batalla contra el dolor. Eventualmente sentí que la perdía. Pero al llegar a los 30K estaba mi tribu otra vez: "¡Corre, papá, corre!".
Su aliento y el de los santiaguinos fue esencial: en los momentos de mayor agobio, un grito, una sonrisa o la mano de un niño pueden devolverte el alma al cuerpo. Así alcancé los 35K, donde me esperaba mi entrenador: "¡Vamos, no queda nada!".
Para mí aún quedaba lo mejor: en los 40K estaba mi barra nuevamente. Y mientras algunos corredores caminaban o eran asaltados por los calambres, mis hijos de 6 y 8 años corrieron y me acompañaron unos metros. Fue un momento indescriptible: el último impulso que necesitaba. Crucé la meta en 3h 31', lejos de mi mejor tiempo, con el pie golpeadísimo, pero feliz. No pude contener las lágrimas: fue mi más difícil y hermoso maratón.