Después de su accidentado y discreto debut mundialista ante Islandia (con penal errado incluido con 1-1 en el marcador), eran muchos quienes aguardaban la mejor versión de Lionel Messi ante Croacia. Los que se aferraban a eso. En él estaban depositadas, a fin de cuentas, todas las esperanzas de supervivencia del combinado albiceleste en el certamen luego de su tropiezo inaugural. Pero lejos de obrar su reválida, el cometido del delantero del Barcelona ante la selección balcánica fue todavía más anodino e intrascendente. Aún más terrenal.
Y es que el 10 argentino fue un auténtico fantasma, una sombra de sí mismo, sobre el césped del Nizhny Novgorod Stadium. Fundido por el peso insoportable de la exigencia y la responsabilidad; mermado también -seguramente- por las manidas analogías con el voraz Cristiano (y con el legendario, casi místico Maradona, presente por cierto en el palco del recinto); y sin un socio en la cancha capaz de hablar el mismo idioma; Messi no fue, ni por asomo, el jugador que todo el país aguardaba en el momento clave de la fase de grupos. Fue, de hecho, mucho menos gravitante e incisivo que en el duelo ante los islandeses.
Su estadística de remates al arco (cero) habla por sí misma. Clama al cielo. Chirría. Su indiferencia en el tramo final del encuentro, con ese deambular desganado y depresivo cuando más lo necesitaba su equipo, resulta igualmente representativo. Y su patada de impotencia a Vrsaljko, para completar la faena (que bien pudo haberle costado la tarjeta roja, de ser otra la coyuntura y otro su apellido), el reflejo de su pobre performance, el resumen más expresivo.
Porque Messi, ayer, en su enésima prueba de fuego con la albiceleste -tal vez una de las últimas- fue menos Messi que nunca. Y Argentina lo notó. También el jugador, que abandonó la cancha cabizbajo y taciturno sin hacer declaraciones, como el fantasma que había sido durante toda la noche.