Para muchos, el fútbol no tiene más gracia ni posibilidad de análisis que lo inmediato, lo superficial, lo externo. Y está bien. Mal que mal es un juego. Para la gran mayoría de los hinchas -incluidos muchos de los analistas y periodistas deportivos, cada vez más cercanos a los primeros- el que gane será el bueno y el que pierda, el malo. Y se acomodarán felices en esos marcos mientras una realidad un "poquito" más profunda les pasará frente a los ojos.
Si mañana gana Francia, se hablará del triunfo de lo multicultural, de la maravilla social, política y deportiva que implica la mezcla, del éxito de los procesos, del desarrollo gracias al centro de entrenamientos de Clairefontaine, de la escuela gala del trabajo por etapas, de la captación de materia prima en los barrios periféricos de París (de donde vienen, entre otros, Pogba, Kanté y Mbappé), de la "filosofía" de juego del técnico Deschamps, de las tres finales en 20 años.
Si pierden, vendrán -como ya adelanto Cantoná con su habitual ironía- las quejas contra la "chusma extranjera". La aburridísima, nacionalista y muy inculta Marine Le Pen (bueno, son sinónimos) dirá que este equipo nunca representó al verdadero país. Los diarios pedirán que Zidane se haga cargo y vendrán los recuerdos de la final perdida el 2006 y de los fracasos en primera ronda el 2002 y el 2010.
En la otra vereda, si gana Croacia, todos hablaremos del Uruguay de Europa, del país pequeño de poco más de 4 millones de habitantes, de su digna, pero escasa infraestructura. Al ser el segundo campeón en la historia con una población menor a los 40 millones de habitantes, habrá loas a la garra y entereza de un grupo privilegiado en lo físico y anímico, a las heridas de la guerra por fin lavadas, a la generación dorada, al triunfo de los descartados y al trabajo monumental del técnico Dalic.
Si pierden, todos recordaremos los problemas para llegar a la final tras tres alargues y dos tandas de penales. Volveremos a hablar de la improvisación en los meses previos, del repechaje ganado a duras penas ante Grecia en las clasificatorias, de la escasa trayectoria de Dalic y sus capítulos olvidables en Albania y Arabia, de la mediocre ubicación de Croacia en el ranking FIFA (la peor de un finalista desde que existe el escalafón) o incluso del pésimo lugar de su liga en el mapa de Europa (decimosextos en la tabla de la Champions League con el Dínamo Zagreb recién en el puesto 77 del ranking de clubes).
Todo eso es verdad. Todo eso pasará. Y hasta es gracioso, por lo predecible. Y natural. Pero ojo, nada borrará ciertas tendencias de fondo, ciertas profundidades éticas y estéticas que este mundial habrá dejado para siempre. Desde luego, el salto gigante marcado por la exitosísima llegada del VAR, que ha traído por fin la tecnología al control del juego y que debiera conducir al fútbol a mejores tiempos y, ojalá, al destierro definitivo del folclor, los malos árbitros y los jugadores tramposos, vivos y teatreros. Al menos se los hará cada vez más difícil.
También es un hecho que las banderas de lo multicultural y lo identitario, los beneficios de la mezcla, la bendición de la migración, serán un ejemplo en todas partes, incluyendo Chile. Le vaya como le vaya a Francia en el final, el que 14 de los 23 integrantes de su plantel sean de origen africano y varios más de origen árabe (black-blanc-beur) es una gran noticia y la expresión más clara del salto que implica la mezcla para el nivel competitivo. Una idea fuerza replicada, entre otros, por Suiza, Inglaterra y Bélgica. Digo: se ha visibilizado y publicitado durante un mes, a cada rato y como nunca, uno de los temas más importantes de las últimas décadas y eso no puede sino ser una gran noticia.
En la cancha, por si fuera poco, hemos vivido otras buenísimas novedades. Por ejemplo, el triunfo absoluto de lo colectivo por sobre lo individual. Y, claro, el fracaso resonante del fútbol sudamericano. ¿Buena noticia? Por supuesto. Todavía el que la hace la paga y eso sigue siendo una señal gloriosa. En los mismos años que en Europa las federaciones se dedicaban a invertir y desarrollar planes de largo plazo, en este lado del mundo una tropa de delincuentes a cargo del fútbol se dedicaba a robar y a precarizar todo. Al punto que hoy todos los presidentes de federaciones de esos tiempos, nueve de diez, están condenados, procesados o presos (con la única excepción de la federación uruguaya).
Hemos sido castigados por ordinarios, por egoístas, por mediocres, por delincuentes. Cualquier otra cosa habría sido una pésima señal. Bienvenido el fracaso y el palmo de narices: en esta pasada no merecíamos otra cosa.