Con estadísticas monstruosas, y por cuarta vez en los últimos cinco años, el Real Madrid asomaba como favorito en esta final ante un Liverpool que llegaba como el equipo más goleador de esta versión de Champions League. Tercera vez de manera consecutiva para ser más precisos.

El equipo de Zidane recuperó la hegemonía del continente luego de un escuálido rendimiento en la temporada de la Liga. Y lo hizo con su clásico andar, derrochando confianza en sus nombres propios y dejando de lado el famoso tema de la posesión o dominio. A los merengues no les preocupa mayormente dominar o ser dominados, ya que basan su fortaleza en el talento de sus nombres propios.

Aún así el protagonismo pertenecía al Liverpool, tanto por intensidad como por cercanía al arco contrario. Los de Klopp se convirtieron en un bloque macizo que dejaba poco a la imaginación madridista. Eso hasta que sucedieron dos hechos que torcieron el camino. Las dos lesiones, Salah y Carvajal, obligaron a ambos técnicos a variar lo planificado.

Sin embargo, lo que para Zidane fue un mal momento, para Kloop fue una tragedia (como si el destino lo estuviera preparando para después). Perder a Mo Salah era quedarse sin la pincelada de la última jugada. El sentido colectivo de Firmino y el desborde de Mané se quedaron sin el preciado toque de distinción del egipcio. La sensación de orfandad se apoderó del juego ofensivo de los Reds. Sólo eso bastó para que el Madrid intuyera que el escenario cambiaba radicalmente. Y cambió.

Con Casemiro como soporte de Modric y Kroos, el equipo de Zidane fue mutando en la conducción del partido. Apareció Isco, Marcelo (que sin Salah a su espalda tuvo chipe libre para pasar al ataque), Cristiano y un subvalorado Benzema.

Como si fuera poco, apareció la negra figura de Karius, que terminó por sentenciar la final. Es extraño tener que analizar una final de esta categoría cuando hay una figura tan groseramente determinante y decisiva.

Una final así merecía otra forma. Los números y la historia ameritaban un desarrollo diferente. Pero el Madrid es una máquina que devora lo que se le ponen por delante, cuando se trata de finales. Ahí no se asusta con nada. Ni con el número 13.