La tensión era evidente en el rostro de Messi. El crack argentino salió a la cancha con la mirada perdida. Focalizado. Buscando, quizás, la inspiración. Terminando de asumir que era ése el partido. Que tal vez no habría más oportunidades.
Y de entrada supo que no sería una jornada fácil. El circuito defensivo francés funcionó de buena manera y la Pulga simplemente desapareció. Inició como media punta, pero entre Kanté, Pogba y los centrales Umtiti y Varane, lo aislaron del circuito de pases y redujeron al mínimo su influencia en el juego.
La tempranera ventaja, además, le brindó comodidad a Les Bleus, que cedieron la iniciativa. Así las cosas, la pelota le pertenecía a los transandinos, pero la tenencia no era más que un toque insulso y sin profundidad. Y Messi seguía perdido. Desconectado. Irreconocible.
Por ahí andaba el del Barcelona. Caminando la cancha. Mirando el piso. Hasta que decidió salir de su posición inicial y volver a la banda. Pero no tuvo espacios. Ni un pase con ventaja. Ni un compañero que le diera una mano.
El empate de Di María y el fortuito gol de Mercado elevaron la moral argentina y también la de Messi que, con su equipo en ventaja, tuvo un par de minutos de lucidez. Un oasis y nada más. Pues Francia revirtió el marcador sin mayores problemas y el 10, cuya frustración aumentaba, su hundió junto a los demás.
Los minutos finales sirvieron para que el zurdo mirara a los franceses hacer circular el balón. Y para que acompañara a la distancia a los suyos en alguna contra. Pero de liderar al equipo y levantarlo, nada. Salvo en el epílogo, cuando logró un par de incursiones interesantes. Pero, a pesar del descuento postrero de Agüero, la suerte ya estaba escrita: Messi se va de la Copa del Mundo otra vez con las manos vacías. Esta vez en octavos. Lejos de cualquier protagonismo.
Al sueño de Messi y de todos los argentinos se lo lleva el viento. Y el capitán de la albiceleste se fue de la cancha igual como entró, con la mirada perdida. Ahora analizando, seguro, qué tan lejos queda Qatar 2022.