Hace rato que dejé de ser un niño, aunque siempre intento mantener vivo dentro de mí ese espíritu que ilumina los días de la infancia y que inclina inevitablemente cada una de nuestras acciones hacia el territorio del juego. Es una lucha compleja, difícil, que es observada con sospecha por tus pares, precisamente por aquellos que desde hace mucho cerraron la puerta a la infancia para asumir esa categoría algo sosa, previsible y estructurada que llega con la adultez y sus circunstancias.

Hace unos días, en el intento por conectar con el niño que fui, me asomé a la vitrina de una multitienda esperando encontrar aquellos pequeños tesoros por los que me desvivía en mi infancia. Grande fue mi sorpresa al advertir que en esa vitrina en particular, dedicada a los niños y las niñas, no había ni una sola pelota. Puede parecer un apunte totalmente superficial, sobre todo cuando se habla del sentido de la Navidad. Sin embargo, en mis tiempos, una pelota era precisamente la puerta de entrada al mundo de la felicidad, los sueños y el encuentro con otros.

Todavía recuerdo el año en que recibí una. ¿Qué edad pude haber tenido?, ¿siete, ocho, nueve años? Era de fútbol, cascos blancos y negros. Me atrevería a decir que el Viejo Pascuero la había encargado a la Casa Magaña, una tienda de artículos deportivos que aún sobrevive en la calle Independencia, en Valparaíso. A mis ojos, era perfecta, parecía relucir en medio de la noche, al punto de generarme serias dudas sobre la conveniencia de darle de patadas y hacerla rodar por la tierra -la posibilidad de que en pocos minutos perdiera esa cierta dignidad que tienen las cosas nuevas era evidente-. Aun así, media hora después corría detrás de ella junto a mis amigos y celebrábamos los goles con los brazos en alto como si Valparaíso entero saliera a la ventana de las casas para aplaudirnos, mientras nosotros soñábamos con convertirnos en Caszely, en Carlitos Reinoso o en el mismísimo Elías Figueroa.

En la escritura de cuentos -tarea que comparto con el ejercicio periodístico- es fundamental instalar un elemento que obligue al protagonista a salir de su mundo cotidiano, un disparador que lo instale fuera de su hábitat y lo lleve a tomar el camino de la aventura. Pues bien, ese elemento para mí fue una pelota de fútbol. Persiguiendo una pelota dejé la protección del hogar y viví mis primeros sueños puertas afuera, di mis primeros abrazos y descubrí el profundo sentido de la amistad. Y aunque luego la vida me llevó por otros derroteros -tal vez no del todo afines con lo que una pelota y sus circunstancias demandaban-, me alegro de que todo haya empezado ahí.

Haciendo cuentas, he corrido detrás de una pelota más que bajo cualquier otra circunstancia; he rumiado el fracaso -de una manera tan dolorosa como benigna- y se me ha hinchado el corazón de alegría con una asiduidad pocas veces vista en otra actividad. Y aunque ahora estoy algo retirado de las pistas, me atrevo a decir que hay algo en el arte de dominar un objeto tan poco predecible como una pelota que lo emparenta con la vida y sus circunstancias.

Ahora que termino de escribir esto me doy cuenta de que en casa no hay ninguna pelota. Me parece inconcebible. Nada más pase Navidad viajaré a Valparaíso para preguntar en la Casa Magaña si tienen de esas pelotas de antes, 32 cascos, blancos y negros. Nunca es tarde para volver a comenzar.

Comenta

Por favor, inicia sesión en La Tercera para acceder a los comentarios.