Soplaban vientos de cambio en marzo de 1998. En Chile y en el resto del mundo. En Colombia, los enfrentamientos entre las FARC y las fuerzas del Ejército habían vuelto a recrudecerse. En Alemania, un criminal de guerra nazi acababa de ser detenido y acusado de la muerte de 70.000 judíos. En la provincia serbia de Kosovo, el independentismo había arrasado en las urnas y volvía a respirarse en los Balcanes aires de conflicto. Y en Chile, las protestas ciudadanas contra el ex dictador Augusto Pinochet tras su investidura como senador vitalicio, habían alcanzado su punto álgido, tornándose insostenibles.

Fue en medio de ese raro ambiente de revolución, imbuido quizás por esa extraña atmósfera de desacato y rebeldía, que saltó a la pista central del Crandon Park de Miami un melenudo e irreverente tenista chileno conocido como el Chino Ríos. Para desafiar a una leyenda. Para poner a prueba la historia. Y para reescribirla. Era el día 29 del tercer mes del antepenúltimo año del siglo.

Pero para llegar a esa instancia, para citarse en la final del Masters 1.000 de Miami (conocido entonces como Lipton International Players Championships, por motivos de patrocinio) con un ex número uno del mundo de la talla de Andre Agassi poniendo en jaque, de paso, la corona de Pete Sampras, otro número uno casi invencible; Marcelo Andrés Ríos Mayorga, el zurdo prodigioso de Vitacura, había ido construyendo, paso a paso, su propio camino.

Exactamente un año antes de encontrarse con Agassi sobre el cemento de Key Biscayne para dirimir al vencedor de Miami, es decir, en marzo de 1997, Ríos se había despedido del certamen de manera prematura, en tercera ronda, tras caer en tres mangas ante el sueco Jonas Bjorkman, número 29 del circuito. Una derrota dolorosa pero sin duda asumible para un tenista tan talentoso como lampiño, que ocupaba ya el noveno puesto del ranking ATP, pero con 21 años recién cumplidos. Su margen de mejora era, por tanto, amplio -e impredecible-, pero nadie podía imaginar que necesitaría sólo 365 días para encaramarse a la cima del mundo.

Si bien sus buenos resultados obtenidos en 1996 le habían permitido ya colarse de manera irregular entre los diez mejores del orbe, fue un año más tarde, en 1997 y en su cuarta temporada como profesional, cuando se produjo su consolidación definitiva en la élite del tenis planetario. A los cuartos de final alcanzados en el Abierto de Australia, a comienzos de año, le siguió la conquista de su primer Masters 1.000, en abril, en Montecarlo, tras doblegar a un Álex Corretja (18°) que terminaría cobrándose la revancha un mes más tarde en la final de Roma.

En aquella década de los 90, sin embargo, con el fin de la era Lendl y el ocaso de las dinastías del sueco Stefan Edberg y el alemán Boris Becker, el centro del planeta tenis había vuelto a instalarse en Estados Unidos. Primero de la mano de Jim Courier y, algunos años más tarde, alumbrando el inicio de una de las más fantásticas y recordadas rivalidades de la historia de este deporte, la protagonizada por Andre Agassi y Pete Sampras, dueños y señores de un decenio en el que nadie más cabía. Apenas el austríaco Muster, un verdadero monstruo de la tierra batida, había conseguido, de manera timorata, hacerles frente. Una soberanía incontestable que en 1997 continuaba ejerciendo, con mano de hierro, Sampras, número 1 del circuito por quinta temporada consecutiva.

Un año que Marcelo Ríos, previo naufragio en la final del ATP de Santiago (su particular cuenta pendiente por su calidad de anfitrión) logró despedir por primera vez en su carrera dentro del grupo de los diez mejores tenistas del planeta con un esperanzador balance final de una corona (sobre la arcilla de Montecarlo), cuatro subcampeonatos (en el Masters 1.000 de Roma y en los ATP de Marsella, Boston y Santiago) y un bagaje de 60 triunfos y 26 derrotas. Pero lo mejor, claro, aún estaba por venir.

Un trimestre perfecto

Aquel verano de 1998 fue especialmente caluroso en Chile. El fenómeno El Niño propició que Concepción registrara, por ejemplo, la temperatura más alta de su historia el 5 de enero, exactamente una semana antes de que el Partido Comunista presentara su primera querella criminal contra Pinochet. Y de que el Chino iniciase una nueva temporada en Auckland.

Un estreno inmejorable saldado con la consecución del título -un ATP 250- de forma incontestable, perdiendo sólo dos sets en el certamen. Y una declaración de intenciones pensando en el primer gran desafío de la temporada, un Open de Australia que mereció un desenlace distinto y en el que Ríos (acababa de cumplir 22 años en diciembre) jugó, probablemente, el mejor tenis de su vida.

En aquel Grand Slam cayeron casi todos. El sudafricano Stafford; el sueco Enqvist; el australiano de ascendencia rumana Andrew Ilie; el francés Roux; el español Berasategui; y el también galo Escude. Todos menos Petr Korda, un esquelético checo siete años mayor que Ríos, dueño de un revés tan elegante como infalible, y en imparable escalada en el circuito. Un jugador que logró infligir al Chino, el primero de febrero y sobre el ardiente asfalto de Melbourne, un severo correctivo. Un triple 2-6 largamente cuestionado y todavía hoy ensombrecido por su positivo por nandrolona arrojado meses más tarde. Una derrota que no logró empañar la mejor participación firmada por el zurdo de Vitacura en un Major en toda su carrera y que supuso un punto de inflexión en la temporada.

Porque en las semanas que siguieron a su naufragio en la final de Australia; mientras Nagano acogía la celebración de los Juegos Olímpicos de Invierno; Francia se engalanaba para albergar un Mundial de fútbol que 16 años después iba a volver a contar con presencia chilena; Estados Unidos anunciaba su retirada de la Antártida; Pinochet era nombrado comandante en jefe benemérito del Ejército; Marcelo Salas asaltaba Wembley con un doblete y un eclipse total de sol se apoderaba del cielo; Ríos siguió ganando.

Alcanzó las semifinales de Memphis -claudicando ante el gigante Philippoussis- y se adjudicó un nuevo Masters 1.000 en California, Indian Wells, aplastando a Korda en cuartos y cediendo un único set en todo el torneo, en la final ante Rusedski (6°), que el británico consiguió estirando el desempate de la segunda manga hasta el vigesimosegundo punto (15-17).

Fue así como el 15 de marzo, el chileno sacó sus pasajes para Florida ubicado en el tercer puesto del ranking mundial, avistando por primera vez la cumbre.

Ardía el cemento del court central del Crandon Park bajo los pies del Chino Ríos la tarde del 29 de marzo de 1998, el día en que todo Chile miraba a Miami y en que todo el planeta miraba a Chile. No era para menos. Para llegar al lugar en el que ahora se encontraba, escrutando con mirada inquieta el rostro serio y concentrado de Agassi (31°), el inspirado tenista nacional (cuyo juego era precisamente eso, una suma casi siempre excesiva, desequilibrada, de inspiración y talento) había vuelto a dar una cátedra acelerada de tenis.

Se había deshecho de Dreekmann en primera ronda; había dado cuenta después de Tommy Haas (entonces una promesa de sólo 19 años); había apabullado en octavos a Goran Ivanisevic, uno de los mejores sacadores del circuito; había sepultado a un renqueante Thomas Enqvist; y había doblegado -cediendo al fin una manga- al inglés Tim Henman en semifinales.

Agassi

Pero lo más importante es que había logrado hacerlo en el instante preciso, en el momento exacto de la temporada en que el inexpugnable Sampras (que acumulaba a esas alturas 102 semanas consecutivas en la cima del ranking ATP, es decir, el que era entonces el tercer reinado más largo de un tenista en la era abierta) había comenzado a evidenciar síntomas de flaqueza. Incapaz de defender su corona lograda en Australia un año antes, derrotado en la final de San José (precisamente por Agassi), eliminado prematuramente de Indian Wells por Muster y apeado, contra pronóstico, en la tercera ronda de Miami por el sudafricano Ferreira, el trono del estadounidense se hallaba seriamente amenazado. Y Ríos estaba a un solo partido de arrebatárselo.

Pero para ello debía doblegar en la final de Miami a toda una leyenda viviente de la raqueta, un resucitado Andre Agassi en franca mejoría tras su descenso a los infiernos del circuito el año anterior a causa de un cuadro depresivo. Era la primera vez que el zurdo de Vitacura se batía en duelo con él. Una cita con la historia y para la historia que arrancó cuando los relojes dieron en Chile exactamente las dos de la tarde. Y que finalizó 117 minutos después con el triunfo de la revolución.

Ante un aforo de 14.000 espectadores (2.000 chilenos), con una cuota de pantalla sobrecogedora que llegó a alcanzar los 68 puntos de rating en el país, y con parciales de 7-5, 6-3 y 6-4, el Chino envió al Kid de Las Vegas a la lona de Miami con una autoridad pasmosa, adjudicándose su tercer torneo Masters 1.000 (el segundo del año), derrocando a Sampras de la cumbre, haciendo añicos la que es, todavía hoy, la cuarta hegemonía más larga de la historia de este deporte y transformándose en el decimocuarto número uno del ranking ATP de tenis. El primer rey del mundo chileno. El primer monarca iberoamericano.

Un honor que Ríos ostentó durante todo abril. Y del que volvió a disfrutar durante otras dos semanas en agosto, antes de que Sampras lograse restablecer su gobierno para convertirse en el primer y único tenista de la historia en terminar seis temporadas consecutivas en lo más alto del ranking planetario.

El festejo del Chino, enarbolando una bandera chilena sobre la pista de Key Biscayne, y la posterior recepción en La Moneda brindada por el presidente Eduardo Frei ante miles de fanáticos, forma parte aún de la memoria colectiva del país.

En 1998, Titanic arrasó en los Oscar con 11 estatuillas; la selección francesa se quedó con su Mundial; la banda terrorista ETA declaró una tregua indefinida; Pinochet fue detenido en Londres -y casi juzgado-; los efectos de la crisis asiática comenzaron a zarandear la economía chilena; Hugo Chávez ganó sus primeras elecciones en Venezuela y Estados Unidos y Gran Bretaña acordaron bombardear Bagdad. Sucedió hace 20 años. Cuando el Chino fue el rey del mundo. Durante 40 días.

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